Hoy mucha gente reconoce la oronda figura de Michael Moore, aunque sólo sea por la repercusión que en su momento tuvo el documental Fahrenheit 9/11, que llegó a ser galardonado en Cannes y convirtió a Moore en un tipo famoso y multimillonario. Pero yo puedo presumir (si eso es motivo de presunción) de haberlo conocido mucho antes: en 2000, al poco de dar de alta mi primera línea de conexión a Internet, alguien que conocí en un chat me habló de un “agitador de masas” americano con un puntilloso sentido de la ironía y bastante mala leche. Resultó ser Michael Moore, del que me recomendaron un libro suyo, ¡Todos a la calle!, que acabó gustándome mucho. Luego se estrenó Bowling for Columbine, un turbador documento que indaga en las causas de la proliferación de armas en Estados Unidos, y confieso que me convertí en fan de este tío.

Como ya se adivina, la trayectoria de Moore resulta más larga de lo que muchos podrían pensar. Este “agitador de masas” comenzó a remorder conciencias en su Flint natal (Michigan), donde dirigió una publicación de corte satírico-político. A finales de los 80 Flint vivió en carne propia el significado de una palabra que a muchos les resultará familiar: Deslocalización. De la noche a la mañana, Roger Smith, presidente de General Motors, decidió desmantelar once de las enormes plantas de producción de automóviles que allí había para llevárselas a México, donde un operario gana menos de la tercera parte del sueldo que cobra su homólogo gringo. GM no estaba perdiendo dinero, pero su presidente entendió que no era bastante y quería más. Aquella decisión, parte del bonito legado de ese gran presidente que fue Ronald Reagan (lo hizo casi tan bien como lo hacía de actor), fue como dejar caer una bomba atómica sobre la ciudad, que perdió 30.000 empleos directos y se convirtió en un gheto, donde la gente tuvo que aprender a “ponerse las pilas” o resignarse a vivir prácticamente con lo puesto. Como descendiente de trabajadores de GM y residente en Flint, Michael Moore trató de localizar a Roger Smith para pedirle explicaciones.

Este es el eje pivotante del que fuera primer documental de Michael Moore, que solo ahora, a remolque de la actual fama de su creador y gracias a la magia de Internet, empieza a ser conocido. Aquellos que ya hayan visto otros trabajos de Moore más recientes encontrarán familiar este, cocinado sobre la base de los mismos ingredientes. Lo que caracteriza tal vez a Roger y yo sobre esos otros trabajos es que encabrona más de lo habitual en cualquier cinta de nuestro conocido “agitador”. Y esto es así porque su temática resulta terriblemente cercana a todos, pues no se está hablando de asuntos que afectan en exclusiva a la sociedad americana, como la proliferación de armas (Bowling for Columbine) o el desastre del sistema sanitario (Sicko).

La probabilidad de que un trajeado con falta de riego cerebral por culpa de una corbata decida, de buena mañana, que “no sirves” es tan real y cercana como la vida misma, y eso encabrona. Pero encabrona todavía más que la explicación a eso sea tan peregrina como “ya ganamos una pasta, pero queremos más”. Y ya encabrona al máximo la sensación de impotencia por no poder hacer nada para evitar que esta gente se salga con la suya, en buena parte por culpa de una sociedad aborregada y alienada donde el “sálvese quien pueda” y el “mejor a ti que a mí” están a la orden del día. Michael Moore ilustra todo esto con ejemplos claros, como el del presidente “con conciencia social” que no vacila en arruinar una ciudad mientras gasta millones de dólares en su club privado, o el de aquellos que, teniendo la posibilidad de informar a las masas sobre lo que ocurre, callan y otorgan cobardemente por miedo a perder sus migajas.

No faltan escenas rayanas en el surrealismo, como la de los vejestorios ricachones que, mientras juegan al golf, acusan a los despedidos de Flint de no querer trabajar. Ni tampoco personajes como el del repugnante “desahuciador profesional” o el de la futura Miss Michigan (¿es que no hay una sola miss inteligente en este planeta?) que dan toda la razón a canciones como Al fin, por fin, el fin de A Palo Seko: nos estamos ganando a pulso el irnos a tomar por culo. Por méritos propios.

«Yo no soy mal tío, sólo cumplo órdenes. Soy un mandao, joder».

Aunque no nos cuente nada que no sepamos o que no podamos imaginarnos ya, Roger y yo cumple con su función. Desgraciadamente no servirá de nada, pero sería peor permanecer callado. Como película no llega a los niveles de Bowling for Columbine, el mejor trabajo de Michael Moore hasta la fecha, pero personalmente me ha gustado. A Michael Moore se le podrán echar en cara muchas cosas, pero creo que como cineasta y como activista es absolutamente necesario a pesar de que muchos califican sus denuncias como inocuas y le acusan de sacar tajada (y qué tajada) de lo que hace. Pero no es el imbécil de Bono (sí, el de U2) y al menos no calla, que es lo que deberíamos hacer todos para tratar de cambiar, un poco aunque fuese, esta mierda de sociedad que nos ha tocado padecer y que entre todos, con nuestra cobarde complacencia, hemos contribuido a crear.

Resultado: atronador aplauso de protesta.

Ficha en la IMDB.

(Este artículo fue publicado incialmente por Leo Rojo en COMPUTER-AGE.NET el miércoles 10 de octubre de 2007 y se reedita con el permiso de su webmaster).

2 thoughts on “Aplausos o abucheos: Roger y yo”

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