Junto con Plácido, la obra maestra de Luis García Berlanga y su guionista de cabecera, el genial Rafael Azcona. Viéndola cuesta creer que fuese realizada en un país de mierda como España, y más en aquella España de mierda sojuzgada por una dictadura militar. Cabe pensar que el censor encargado de «verificarla» estuviese aquel día en la «pelu», y gracias a eso los espectadores pudieron disfrutar con uno de los alegatos más brutales contra la pena de muerte que jamás se hayan filmado, aunque en realidad vaya mucho más allá.

Para escribirla, Azcona se basó en un hecho real narrado por Berlanga, quien lo inmortalizaría en un plano-secuencia de la película ya legendario: un amigo abogado que había sido testigo de una ejecución le contó cómo la víctima, una mujer que se resistía, hubo de ser llevada a rastras hacia el patíbulo… junto con el verdugo que debía ajusticiarla.

Partiendo de este hecho, tan grotesco que casi no parece auténtico, un inspiradísimo Azcona pergeñó una demoledora andanada contra la supuesta arcadia feliz franquista, que por entonces se disponía a conmemorar los veinticinco años de «paz» transcurridos desde el fin de la Guerra Civil. Un fresco construido en torno a un pobre hombre que ha de aceptar lo inaceptable con tal de salir adelante en el miserable país donde le ha tocado la desdicha de vivir, gobernado por un enano hijo de puta al que le faltaba tiempo para llenarse la boca hablando de moral, caridad y misericordia mientras firmaba penas de muerte con una taza de café sobre la mesa. De hecho, El verdugo se estrenó en el Festival de Venecia con los cadáveres aún calientes de tres personas recién ajusticiadas por orden de aquel enano, lo que hace aún más increíble que no sufriese la ira de la censura. Financiada en régimen de coproducción con Italia, esta película es una auténtica maravilla. No es necesario decir más. Y ni falta que hace.

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