De Bobby Fischer se dice que es el mejor ajedrecista de la historia. No voy a discutir esa afirmación porque reconozco no tener ni idea de ajedrez, pero es indudable que en su sostenimiento cuenta (y mucho) que Fischer era estadounidense y protagonizó uno de los hitos de la Guerra Fría, cuando le arrebató el cetro de campeón del mundo al ruso Boris Spassky en un encuentro disputado en Reikiavik en 1972. Un triunfo teñido de connotaciones que iban más allá del deporte y que tuvo consecuencias negativas para ambos: Fischer, un hombre inestable y paranoide, sufrió un agravamiento de su ya frágil salud mental. Renunciaría al título para evitar darle la revancha a Spassky, se retiró del ajedrez y acabó viviendo como un mendigo.
El ruso casi lo pasó peor: en la Unión Soviética su derrota se vivió como una humillación nacional y las autoridades del país le defenestraron, quitándole sus privilegios y obligándole a exiliarse en Francia, país donde vive y del que es ciudadano desde 1978. Curiosamente ambos hombres volverían a encontrarse años después en una reedición amistosa de su célebre enfrentamiento, disputado esta vez en Belgrado. Sólo hubo un problema: el encuentro violaba las sanciones internacionales impuestas a Yugoslavia por la Guerra de los Balcanes y Fischer, que como buen tarado no se mordía la lengua (entre otras lindezas se reconocía abiertamente antisemita pese a su ascendencia judía), acabó proscrito por el gobierno de Estados Unidos, que le puso en busca y captura. Tras dar tumbos por medio mundo protagonizando toda clase de sucesos (incluyendo una esperpéntica detención en Japón, donde acusó a la Policía local de torturarle) acabó admitido en Islandia como asilado, y allí moriría en 2008.
Es probable que quienes vean El caso Fischer encuentren más interesante el resumen anterior, y gracias a él se aventuren a indagar en la figura del ajedrecista americano y profundizar en su rivalidad con Spassky, trufada de anécdotas impagables. El motivo es que la película resulta, lisa y llanamente, decepcionante. La culpa la tienen el guión de Stephen Knight (demasiado largo) y la dirección de Edward Zwick, quien acostumbrado a rodar melodramas épicos de escasa entidad como Leyendas de pasión o El ultimo samurai no consigue dar con el tono adecuado para este trabajo, mucho más intimista y complejo. El resultado es un filme aburrido y pesado, que no da de sí todo lo que podría y en el que lo único realmente destacable se encuentra en la interpretación del actor Liev Schreiber, de origen ruso y cuyo parecido con Spassky no se limita al aspecto físico. La réplica como Fischer se la da Tobey Maguire, quien además produce la película y a veces sobreactúa tanto que parece que su papel se lo está tomando a broma, casi como si estuviese «interpretando» de nuevo a Spiderman. Muy flojo.
«¡Que estoy muy loco tío! ¡QUE ESTOY MUY LOCO!»
Total, un filme cuyo interés se encuentra a la par del suscitado en países como España, a donde El caso Fischer llegó más de dos años después del estreno oficial y de manera casi clandestina, pese a la presencia de Tobey Maguire encabezando el reparto. Yo mismo me aburrí tanto que hubo un momento en que decidí parar la película e irme a fregar y a limpiar la arena de los gatos, teniendo que esforzarme acto seguido para poder acabarla. Eso lo dice todo acerca de ella, y es una pena porque los mimbres disponibles sin duda daban para bastante más.
Resultado: un muermo, como el ajedrez para los no aficionados.