Mastodóntico documental sobre el legendario jugador de fútbol americano O.J. Simpson y el no menos legendario juicio que hubo de afrontar por doble asesinato, del que salió absuelto no por ser inocente sino por tener el dineral necesario para contratar un equipo estelar de abogados, al que se conocería como «el Dream Team».
Quien lo considere excesivo en virtud de su larguísima duración, tanta que se exhibe como miniserie dividida en cinco episodios de una hora y media, demostrará no tener ni puñetera idea sobre la figura de O.J. ni de su trascendencia en la sociedad estadounidense a partir de 1969 – 70. Nacido en uno de los barrios más depauperados de San Francisco, su talento para el fútbol americano y su indudable encanto personal le convirtieron en una celebridad mediática sin parangón hasta entonces. Siempre eludiendo inmiscuirse en espinosas cuestiones raciales, con la habilidad que eso requería en un momento durante el cual parecía imposible quedarse al margen de tales asuntos, era tal la admiración y el respeto que se le profesaba que los blancos de clase alta no dudaron en aceptarle como uno más (algo inaudito tratándose de una persona de raza negra), hasta el punto de que cuando se casó con una despampanante rubia de raza blanca todos lo encontraron de lo más normal.
O.J. Simpson representaba como nadie los ideales de esa América donde supuestamente cualquier persona puede triunfar si se lo propone, incluso si es un negro pobre. Aquella imagen idílica se haría añicos el 12 de junio de 1994, cuando la policía de Los Ángeles irrumpió en la lujosa mansión de Simpson y encontró los cuerpos de su ya exmujer (se habían divorciado tiempo atrás) y un amigo de ésta, presunto amante, brutalmente asesinados. Todas las pruebas apuntaban a O.J. como primer sospechoso del crimen, algo que se vio refrendado ante la opinión pública cuando decidió tomar las de Villadiego en una huida retransmitida en directo por TV que sería vista por millones de espectadores. El posterior juicio, transformado en un perfecto reality-sainete, sería uno de los mayores hitos de la cultura popular estadounidense, con la sociedad polarizada como nunca entre defensores y detractores del acusado.
«Me cago en esos pestilentes negros. No solo roban en nuestras casas, sino que encima se quedan con nuestras mujeres».
Para hacerse una idea sobre lo bueno que es este documental, baste decir que a mí me enganchó pese a que el cine de juicios nunca me ha gustado mucho. Sin apartarse un ápice de la estructura clásica en estos saraos (narración cronológicamente lineal, testimonios del protagonista o de personajes cercanos a él y todo eso), O.J.: Made in America logra recabar el interés del espectador sin apenas esfuerzo, no tanto por el innegable carisma del protagonista y su vida como por lo magníficamente contado que está todo, en especial desde el momento que se presupone más aburrido: el generoso espacio reservado al juicio, obligatorio a la vista de sus repercusiones y de la importancia del acusado, es sin duda lo mejor del documental, lo más brillante y, si me permiten, divertido.
A fin de cuentas esto no deja de ser un reality show (o más bien la dramatización de un reality show), y como tal produce todo lo que cabe esperar de los mejores programas del género: tristeza, dentera e indignación. Un recorrido francamente ameno por las entretelas de un sistema corrupto, en el que lo único que cuenta para salir absuelto de un delito, por grave que sea, es tener el riñón bien cubierto. Lo bastante como para comprar los servicios de un carísimo equipo de abogados; un «Dream Team» sin atisbo alguno de ética y moral, capaz de aprovechar cualquier resquicio para manipular lo que haga falta con tal de que su defendido se libre de una condena segura.
El «Dream Team» escudando al pagador de las facturas por la cuenta que le trae.
Particularmente revelador es su empeño de convertir un juicio por doble asesinato en una cuestión racial, aprovechando las tensiones posteriores al apaleamiento de Rodney King por un grupo de agentes de la ley, todos ellos blancos. Como King, O.J. es únicamente culpable de ser negro y vivir en una sociedad minada hasta el tuétano por el racismo. Especialmente entre las fuerzas del orden, envidiosas de un fuckin´niggha que posee todo lo que ellos no pueden ni imaginar y que, como blancos, creen merecer más que él.
Así, destapan el pasado racista del agente que encuentra una de las principales pruebas incriminatorias del caso (un guante manchado de sangre), utilizándolo para sembrar la duda razonable en el jurado. ¿De verdad encontró el guante o lo puso ahí deliberadamente para poder acusar de asesinato a un negro? En el colmo de la desvergüenza, el «Dream Team» llega a aprovechar un registro en la casa de O.J. para cambiar las fotos de una pared, en las que aparece rodeado de blancos de clase alta, por otras donde se le ve sólo con negros. Ante trucos como estos, ladinos y miserables, la acusación no tiene nada que hacer: la estrategia funciona tan bien que el jurado tarda sólo tres horas en deliberar un veredicto que habitualmente les llevaría un día entero.
Un país dividido tras 474 días. El final soñado para el mayor reality de todos los tiempos.
Si después de esto nadie entre ustedes arde en deseos por ver este documental es que no tienen sangre en las venas. Ni corazón que la mueva, así de simple. Son tantas las razones por las que vale la pena afrontar las casi 7 horazas de metraje (divididas en cómodos plazos de 90 minutos, recordemos) que es innecesario dar más explicaciones justificando por qué deberían verlo.
O.J.: Made in America realiza un chequeo con bisturí de un país que, encandilado por un personaje único y su juicio mediático (el adjetivo es correcto: fue un juicio más mediático que propiamente judicial) ya nunca sería igual. De hecho, el proceso fue útil para concienciar a la gente de un problema tan serio como el de la violencia doméstica: resultó que O.J. era un maltratador que cascaba a su mujer día sí día también, e incluso tras el divorcio siguió acosándola y amenazándola mientras la policía, más preocupada en ir por ahí apalizando «negros de mierda», no hacía demasiado caso cada vez que ella lo denunciaba. Hasta que fue demasiado tarde.
Resultado: aplausos, pero con la cartera por delante y repleta. No se aceptan cheques.