Frustrado por no ganar un Óscar por Titanic, una película que repartió premios incluso entre los encargados de barrer el plató, Leonardo Di Caprio pensó que si aceptaba papeles más «comprometidos» demostraría a esos payasos de la Academia que se habían equivocado negándole el reconocimiento que merecía. Por ello (y por los veinte millones que ofrecieron pagarle) aceptó protagonizar la última de Danny Boyle, que venía de petarlo con Trainspotting, volviendo de paso a sus raíces indies. Las mismas que habían alumbrado sus inicios como actor de cine en películas como Vida de este chico o Diario de un rebelde, pero esta vez bajo el paraguas de un gran estudio (Fox) respaldando lo que era una superproducción con todas las letras, a filmar en Tailandia con un presupuesto muy holgado y con él como estrella indiscutible.

En resumen, Di Caprio volvía a meterse en el papel de joven inadaptado habitual suyo hasta entonces (lo había interpretado incluso en Titanic y seguiría interpretándolo después), pero esta vez aprovechando el tirón de su recién adquirida fama para darle más postín a la cosa. Pero no contó con la mediocridad de Danny Boyle, carente de todo sentido del ridículo y la vergüenza: no olvidemos que los créditos finales de Slumdog Millionaire, así como la idea de convertir un estadio olímpico en Hobbiton son cosa suya. No fue el único imprevisto de una película que acabó lastrada por toda clase de imponderables, donde lo de menos fue el empeño de la Fox en «adaptar» la paradisíaca islita tailandesa donde tendría lugar la filmación, destrozándola y llenándola de mierda.

Danny Boyle´s Brand of Vulgarity.

El resultado casi no podía ser otro que un varapalo de espectadores y críticos contribuyendo, cada uno por su lado, en la acumulación de mierda que es La playa: los primeros negándose a ir al cine y provocando pérdidas millonarias al estudio, excesivamente confiado en su producto; los segundos poniéndola como hoja de perejil. Con todo merecimiento, sin duda. Basada en una novela (de Alex Garland), ésta queda reducida a un mero esquema en su traslado al cine; especialmente en lo concerniente al dibujo de personajes, más planos que una tabla de planchar. Si le unimos el cúmulo de ridiculeces habitual en el cine de Boyle pero corregido, aumentado y condensado en dos horas, pues ya la tenemos liada. La palma se la lleva la secuencia en la que Richard se imagina a sí mismo como personaje de un videojuego, tan absurda que cuando vi la película de estreno, el público presente aquella noche en la sala se dividió entre quienes se preguntaban «¿pero que mierda es esta?», los que se partían de risa y los que directamente se fueron a la calle indignados. Leonardo Di Caprio, actor muy limitado en general, alcanza aquí cotas de vergüenza ajena difíciles de imaginar.

Lo único realmente a destacar de La playa es la fotografía de Darius Khonji, la presencia de Tilda Swinton (lo mejor del reparto, a una distancia sideral del resto) y la banda sonora repleta de nombres conocidos a principios de siglo como los de All Saints, Blur, Moby o New Order. Sin maravillar, se deja escuchar y destapa las intenciones de una película claramente dirigida a un publico joven. Al final, lo que queda es un filme que trata de esconder su descarada orientación comercial tras una pátina «intelectual» que supuestamente invita a reflexionar, pero quedándose en lo superficial y resultando ciertamente pobre. Con La playa Danny Boyle despacha una versión (la enésima) de El señor de las moscas para poligoneros con ganas de sentirse hippies, y así es lógico que la cosa acabe pareciendo lo que es: una basurilla pretenciosa y risible.

Resultado: tan cutre como este vídeo.

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