Fueron los mejores años de nuestras vidas. La gente se refiere a ellos como los maravillosos sesenta. Los Beatles y los Rolling Stones eran dueños de la música pop, Carnaby Street era el epicentro del mundo de la moda… y mi hermano y yo éramos los amos de Londres. Éramos jodidamente intocables.
Reggie y Ronnie Kray son dos de los criminales más famosos de la historia británica. Nacidos en 1933 con diez minutos de diferencia y rápidamente curtidos por un padre estraperlista de oro y el difícil ambiente del East End londinense, enseguida dieron muestras de su carácter repartiendo hostias a diestro y siniestro mientras se saltaban a la torera todas las leyes. Lo primero estuvo a punto de convertir a Reggie en boxeador profesional (renunció porque su historial criminal era ya demasiado extenso), mientras que lo segundo les llevó directamente a la Torre de Londres por negarse a hacer el servicio militar (no sin antes partirle la cara a un oficial y asaltar a un policía que intentaba detenerles), siendo de las ultimas personas en estar presas allí. Los Kray llegarían a lo más alto a partir de 1960, cuando adquirieron una serie de clubes nocturnos que convertirían en los más exclusivos de la ciudad y les permitirían codearse con lo más granado de la jet set epocal, acaparando la atención de los medios (algo que les encantaba) sin descuidar por ello su faceta de mafiosos e imponiendo su ley mediante la extorsión o, directamente, el asesinato, violando todas las normas no escritas que aconsejan a los hampones pasar tan desapercibidos como sea posible.
«Brindo por vosotros, pedazos de mierda».
Esta es la atractiva base sobre la que el director y guionista Brian Helgeland construye su última película, basada a su vez en el libro De profesión violentos: auge y caída de los gemelos Kray, publicado en 1972 por el escritor John Pearson. Pese al logro de convertir una novela tan roñosa como L.A. Confidencial en un guión más o menos aceptable, la carrera de Helgeland lleva la mediocridad por bandera. Eso cuando no ha perpetrado auténticos crímenes contra la humanidad (¿alguien dijo Destino de caballero?). Con Legend Helgeland tenía la oportunidad de hacer algo grande, en virtud de una historia cautivadora cuyo hechizo aumenta cuanto más indagas en ella.
Desgraciadamente se queda en lo superfluo. Su principal fallo consiste en situar el eje central de la trama en la turbulenta historia de amor entre Reggie y Frances Shea, típica jovencita atraída por los «malotes» que acabó recibiendo el baño de realidad que se merecía, ni más ni menos. Es el habitual recurso meloso con el que se intenta atraer a un público mayoritario y poco exigente, pero que ofrece el resultado que cabe esperar en la mayoría de casos. Es como si el argumento de El padrino pivotase en torno a la historia de amor entre Michael y Kay. ¡Que hablamos de gansters, joder! Y los gemelos Kray en concreto, a pesar del aura estelar que les rodeaba con apariciones en programas de TV y todo, no dejaban de ser eso: gansters. Dos violentos hijos de puta que no sentían reparos a la hora de comportarse como tales particularmente en el caso de Ronnie, enfermo de esquizofrenia paranoide que no siempre se medicaba. El resultado es una película meliflua (tampoco es plan de despertar la ira de los los censores, oigan) y sin profundidad. Muchos acontecimientos relatados, pero con la sensación de ir a salto de mata y con una alarmante falta de intensidad en muchos tramos. Y lo que es más grave: con personajes dibujados a trazo grueso, lo que en el caso de los Kray, con el potencial que tienen, constituye un delito en sí mismo.
Un poco más y esto termina pareciéndose a Pretty Woman cuando la compró Disney.
Lo único plenamente satisfactorio de Legend, dejando a un lado la aparición de Chazz Palminteri en un rol secundario, es Tom Hardy, actor de moda que interpreta a los dos hermanos con la ayuda del ordenador y los trucajes fotográficos. Teniendo en cuenta el cortoplacismo que rige la sociedad actual veremos si alguien le recuerda de aquí a un par de años, pero mientras tanto podemos solazarnos con su imponente presencia, con la que literalmente se come la pantalla. Dandy por un lado, tarado por el otro, mafioso por ambos, Hardy es un acierto de casting absoluto, brindando un espectáculo que es la tabla de salvación de una película que se queda en lo meramente pasable aunque se disfrute a ratos, sobre todo cuando los Kray sacan a pasear su vena más gansteril. Eso no quita para que el resultado global sea decepcionante sobre todo ante la evidencia de que haber hecho algo mejor con semejante material de partida no parecía muy complicado.
Resultado: ¿De veras hace falta repetirlo?