Documental sobre la vida, obra y milagros del fundador de la legendaria escudería McLaren dirigido por el neozelandés Roger Donaldson, uno de esos cineastas antaño conocidos como «artesanos» capaces de sacar adelante cualquier encargo. Sin brillantez, pero siempre con dignidad. En la década de 1960, el también neozelandés Bruce McLaren se convirtió en uno de los principales embajadores de su país en el mundo. Aunque desde muy joven destacó construyendo y modificando coches de carreras, fue igualmente un magnífico piloto pese a la minusvalía que arrastraba, fruto de una grave enfermedad que de niño le tuvo postrado en una camilla durante años.
Aunque nunca llegó a proclamarse campeón de la Fórmula 1 como soñaba, durante más de cuatro décadas permaneció como el ganador más joven de un Gran Premio (el récord se lo arrebataría Fernando Alonso); y aún hoy continúa siendo el último piloto ganador de una carrera de F-1 conduciendo un coche diseñado, construido y nombrado por él mismo, consiguiéndolo nada menos que en Spa Francorchamps. Campeón de las 24 horas de Le Mans en 1966, tres años antes había iniciado su actividad como constructor con numerosas dificultades, logrando sus mayores éxitos en la extinta Can-Am americana que él y su compatriota Denny Hume dominaron cuatro años seguidos. McLaren no llegó a ver cómo su escudería se convertía en una de las más laureadas y prestigiosas del automovilismo y en especial de la Fórmula 1, pero su legado es indiscutible y en él se incluye hasta la gasolinera – taller de su padre donde empezó a trajinar con coches, que todavía existe y sigue abriendo a diario, si bien el edificio donde se ubica desde hace casi cien años será remodelado en breve para albergar apartamentos de lujo.
El taller de los McLaren en Remuera, Auckland, tal como estaba a finales de 2016.
Centrándonos ya en la película, su parecido con el documental sobre Ayrton Senna filmado en 2011 por Asif Kapadia llega a tal extremo que parece una copia descarada. Dejando a un lado los paralelismos que entroncan las respectivas biografías de sus protagonistas (ambos eran ambiciosos pilotos de carreras que murieron casi con la misma edad al estrellarse con sus bólidos, aunque en el caso de McLaren fuese durante una sesión de pruebas) el estilo es casi idéntico y adopta el mismo tono melancólico, reforzado por una música que sigue al dedillo el compás de la partitura que el tristón de Antonio Pinto compuso para Senna. Hasta el título es estructuralmente calcado, al utilizar el apellido del protagonista.
En resumidas cuentas, todo en McLaren recuerda sospechosamente a Senna, va a remolque suyo y precisamente por eso queda a un nivel inferior. Primero por esa evidente sensación de copia, pero también porque Roger Donaldson no es tan bueno como Kapadia retratando a su héroe, que resulta mucho menos emotivo, más frío de cara al espectador. A ello se une el hecho de que Bruce McLaren no sea tan carismático para el público actual, al haber competido en una época en que la Fórmula 1 no era tan mediática como sería a partir de los años ochenta pese a ser mucho más peligrosa (raro era el año en que algún piloto no se mataba o resultaba gravemente herido en accidente). El resultado final se ajusta a lo que cabe esperar de alguien como Donaldson: no es brillante, pero si lo bastante efectivo como para merecer un visionado y despertar nuestro interés por los entresijos de un mundo de pioneros románticos hoy olvidado bajo una losa de mercadotecnia, alta tecnología y presupuestos desorbitados.
Resultado: aplausos tibios. Pero aplausos, al fin y al cabo.