La carrera del director Franklin Shaffner no destaca por su extensión ni por su regularidad, pero sí por el cúmulo de casualidades que condicionaron su vida hacia derroteros que ni él mismo había imaginado. Nacido en Tokio de padres misioneros, iba para abogado cuando la Segunda Guerra Mundial se cruzó en su camino, siendo reclutado para combatir en Europa y más tarde en Asia.
Una vez licenciado, y considerando que ya era tarde para acabar sus estudios y ejercer Derecho, la casualidad quiso que encontrase trabajo en la naciente televisión, donde a partir de los años cincuenta reveló un talento innegable como realizador. A partir de 1960 empezó a dirigir cine sin llamar mucho la atención hasta que la casualidad, una vez más, quiso que en 1968 se encargase de El planeta de los simios, un colosal éxito de crítica y de público que le puso en la nómina de los grandes directores de Hollywood. Fue el inicio de una época corta pero gloriosa, refrendada dos años más tarde con Patton, la película que le hizo tocar el cielo con los dedos. Cubierto repentinamente con la aureola del triunfador, del rey Midas que convierte en oro todo lo que toca, el productor Sam Spiegel se fijó en Shaffner y le convenció para ponerse al frente de otra biografía, pero radicalmente distinta a la del belicoso general yanki.
Porque si en Patton Shaffner retrataba a un héroe de guerra que pese a ciertos “defectillos” era respetado hasta por sus enemigos más feroces, en Nicolás y Alejandra nos introducía en una de las figuras históricas más trágicas de siglo XX: la de Nikolai Alexandrovich Romanov, más conocido como Nicolás II, último zar de todas las Rusias, cuyo reinado de casi veintitrés años estuvo marcado por el infortunio desde el mismo momento de su entronización.
Spiegel llevaba años barruntando la idea de convertir la historia en un largometraje basándose en una novela escrita por Robert K. Massie. Avaro y trapacero, como bien atestiguaba David Lean tras haber trabajado con él en multitud de ocasiones, incluso pensó en hacerlo sin pagar los derechos del libro considerando que los hechos que narraba eran de dominio público, pero finalmente llegó a un acuerdo con el novelista y pudo encargar un guión a James Goldman, quien no se cortó un pelo a la hora de retratar a Nicolás II más o menos como lo que era: un personaje inepto y pusilánime cuyos enormes errores terminaron provocando su propio derrocamiento y el advenimiento de la Unión Soviética (personificada en un Lenin sediento de poder y dispuesto a cualquier cosa para obtenerlo), acabando abruptamente con una dinastía que había gobernado el enorme imperio ruso durante trescientos años.
En Nicolás y Alejandra los personajes se mueven en un entorno cuidado hasta el último detalle, con un diseño de producción y un vestuario realmente sobresalientes a pesar de los recortes impuestos por Columbia Pictures, que deseosa de atar en corto a Sam Spiegel acabó dándole a probar su propia medicina. Si a esto le unimos que la caracterización de los actores (sobre todo los principales) está particularmente conseguida, el resultado es que el espectador tiene la sensación de ser testigo directo de la decadencia de los zares.
Además las interpretaciones son de una calidad muy notable, como corresponde a un elenco proveniente en su mayoría del teatro británico más prestigioso. Particularmente en el caso de Michael Jayston (Nicolás II), que ya desde el principio sabe transmitir las tachas de un hombre que carece por completo de la fortaleza necesaria para ser un buen gobernante, dominado por su manipuladora y en ocasiones neurótica esposa. La actriz Janet Suzman, estrella de la Royal Shakespeare Company, se encargó de darle vida en lo que suponía su debut en el cine, y lo hizo tan bien que hasta la nominaron a un Óscar. Son los puntos positivos de una cinta que quizás pueda hacerse algo larga para algunos (son tres horas de duración) y demasiado parecida a un culebrón, pero que va de menos a más y cuya mejor parte se reserva para la segunda mitad, a partir del momento en que Rusia entra en la I Guerra Mundial, cuando todas las incapacidades de aquel régimen enfermo y de su débil e inútil dirigente se nos muestran con toda su crudeza hasta la llegada del inevitable final.
Resultado: Aplausos. Con sabor a tragedia.
(Este artículo fue publicado inicialmente por Leo Rojo en COMPUTER-AGE.NET y se reedita con el permiso de su webmaster).