Hace unos meses comentaba Le llaman Bodhi citando el próximo lanzamiento de un innecesario remake que, para qué engañarnos, tenía una pinta muy grimosa. Bueno, pues la película ya se estrenó y resulta que aquí estoy, dedicándole un tiempo que no me sobra a escribir al menos unas líneas sobre ella tras haberla visto un sábado noche. ¿Por qué? Pues tal vez porque la cinta original, pese a sus defectos, tiene de protagonista a un tipo que siempre me cayó simpático como Patrick Swayze y admito que sentía curiosidad por ver qué habría salido del que creo es el primer remake de una película suya, que a lo tonto se ha convertido en una de las más populares veinticinco años después de su estreno.
Rindiendo tributo a un clásico imperecedero de la música popular.
Desgraciadamente mis peores temores se confirmaron. Aunque es loable el empeño por alejarse del filme original para evitar el «efecto Gus Van Sant» copiándolo plano por plano, el resultado no puede ser más estomagante y aburrido. Resulta que Jonnhy Utah (que ahora no es un nombre propio sino un apodo) es un deportista de élite que decide hacerse agente del FBI siete años después de sufrir una experiencia traumática (a todo esto el tío sin envejecer, inmortal como Jordi Hurtado). Un buen día su jefe le encarga vigilar a una cuadrilla de adictos a la adrenalina como él, que persiguen completar un reto deportivo aparentemente insuperable. Pese a estar financiados por un moro con pasta (lo que les convierte automáticamente en sospechosos. Ya saben: la pérfida morisma y su afición por el terrorismo y tal), se dedican ocasionalmente a robar… y a regalar el dinero entre los más desfavorecidos (!). Más idiota imposible, y encima salpicado por fantasmadas como ver a dos tipos escalando a la carrera el Salto del Ángel sin arnés. Mil metros de pared vertical cubiertos «a pelo» y a toda velocidad para llegar arriba frescos como lechugas, sin una gota de sudor. Lo que viene después no lo voy a describir porque es ya el puto acabose. Lo primero basta y sobra para definir este disparate en toda su ridícula (y en ocasiones hilarante) magnitud.
«¿Y tú qué cojones miras, gilipollas?»
Si para algo sirve tragarse Point Break hasta el final sin dormirse o sin dejarla a medias (algo francamente muy difícil; yo no lo hice porque estaba acompañado), es para constatar la degradación intelectual experimentada en un cuarto de siglo por la sociedad en su conjunto y en particular por la juventud, lo que se refleja dramáticamente en un cine cada vez más insustancial y pueril. Y miren que Le llaman Bodhi ya era insustancial y pueril, pero al menos resultaba entretenida en su primera mitad y había escenas emocionantes y bien filmadas, aparte de tener unos protagonistas guapos y carismáticos. Si al remake le quitamos todo eso y hacemos gala de una considerable indigencia mental, como queriendo ponernos a la altura del público al que nos dirigimos, es muy posible que hasta ese público huya de nosotros abrumado por la vergüenza ajena. Y eso es exactamente lo que ha pasado con esta Point Break: ni los imbéciles a quienes va destinada (una legión entre los que habitualmente acuden hoy a las salas de cine) han querido pasar por taquilla para verla, así que ya se pueden hacer una idea de lo mala que es.
Resultado:
«No sé de qué te quejas si es una peli que sólo pretende entretener».