En 1974 el equilibrista francés Philippe Petit se coló en las Torres Gemelas, por entonces aún sin acabar, y con la ayuda de su novia y una cuadrilla de amigos tendió un cable entre el vacío que las separaba para acto seguido hacer ejercicios de funambulismo sobre él. Lo que inicialmente iba a ser un «simple» paseo suspendido a 415 metros de altura sin ningún tipo de medida de seguridad, se convirtió en una performance de tres cuartos de hora durante los cuales Petit, que terminó su hazaña detenido y esposado, llegó incluso a tumbarse en el cable. Aquella locura, inicialmente calificada poco menos que de gamberrada, acabaría superando las expectativas que su protagonista había puesto en ella al convertir las Torres, consideradas hasta entonces como dos satanazos arquitectónicos enormes y feos (y para colmo de ironías diseñados por un hombre que sufría pánico a las alturas) en icono de Nueva York, aparte de hacer del propio Philippe Petit un hombre mundialmente célebre.
Cualquier lugar es bueno para echarse una siesta.
Este es el eje central de la última película de Robert Zemeckis, que en los ochenta se destapó como el alumno aventajado de Steven Spielberg y que, como tal, ha hecho gala de ello durante toda su trayectoria con las virtudes y defectos que caracterizan tal condición. Porque, como Spielberg, Zemeckis sabe hacer cine la mar de entretenido. Porque, como Spielberg, no sabe afrontar temas serios o directamente espinosos. Y porque, como Spielberg, presume de una estomagante ideología conservadora que saca a relucir incluso en sus películas aparentemente mas inocuas como Regreso al Futuro o Forrest Gump.
The Walk, traducida en ocasiones como El desafío, reúne todo eso pero mitigado. Es entretenida, sí, pero sin lograr captar del todo nuestra atención hasta el último acto, que recoge el angustioso paseo de Petit entre las Torres haciendo uso de unos magníficos efectos especiales para recrear, con notable fidelidad, los edificios y su entorno. Como película de temática seria tampoco es redonda porque Zemeckis se queda en lo superficial, evitando profundizar demasiado en cosillas sin importancia como los seis años que Petit estuvo preparando lo que él denominaba «El Golpe» y sin ahondar en cuestión psicológica alguna, un campo bastante interesante que podría haber dado mucho juego tratándose de un acto de enajenación mental como este. En cuanto a la ideología, por fortuna aquí no se nota en demasía pese a que Zemeckis, un meapilas de libro, acaba de superar un largo proceso de rehabilitación tras años de alcoholismo y últimamente está, según dicen las malas lenguas, muy tocapelotas con el rollo ese de la redención y tal.
«Alcemos nuestra mirada al cielo para invocar al Señor».
En resumidas cuentas, una película bienintencionada, intrascedente y vocacionalmente inocente que deja un cúmulo de sensaciones encontradas especialmente en su edición española, lastrada por un doblaje en el que los implicados intentan imitar el acento francés de los actores originales con un resultado entre espeluznante y cómico. Queda claro que con otro director más adecuado este material podría haber dado bastante más de sí, pero con todo vale la pena dedicarle las dos horas que dura y sacar conclusiones propias. La paupérrima taquilla de la cinta, que apenas ha recaudado un tercio de los 35 millones que costó (presupuesto francamente bajo para lo que se estila hoy en el cine made in Hollywood), en otra época habría sido un claro indicio de estar ante un producto sin interés. En esta, con el cine malviviendo de un público mentalmente prepúber al que solo le interesan franquicias y superhéroes de mierda, esas posibles pistas carecen casi totalmente de validez.
Resultado: Aplausos. con los brazos en alto por aquello de buscar analogías con la peli y eso.