Salvar al soldado Ryan en la Primera Guerra Mundial. Eso bastaría para resumir y describir la última película de Sam Mendes en toda su extensión, producida por la Dreamworks de Steven Spielberg.

Utilizando las batallitas que le contaba su abuelo, que tomó parte en la contienda, el realizador escribió (con ayuda) esta historia sobre dos soldados británicos random (apenas se conocen de nada y nosotros, como espectadores, tampoco llegamos a saber gran cosa de ellos) que han de atravesar las líneas enemigas para entregar un mensaje que evitará la matanza de hasta 1.600 compañeros, entre los que está el hermano mayor de uno de ellos.

No haría falta comentar mucho más y tampoco es que merezca la pena, la verdad. La película no es mala porque para empezar no llega a ser tan aburrida como su «antecesora», pero desde luego tampoco vale tanto como para que merezca recordarla por nada salvo por su aspecto más controvertido: estar filmada en un plano-secuencia continuo. Que en realidad son dos, pues se corta (aposta) en un momento determinado a mitad de la proyección y además es falso, ya que se utilizaron trucos fotográficos y digitales para darle continuidad.

Personalmente no deja de parecerme una «sobrada» que, pese a no estar desprovista de méritos porque el rodaje fue muy muy complicado, tampoco aporta nada más allá del recurso propio de un director que pretende demostrar cuánto mola (o mejor, cuánto se mola a sí mismo) y acaba resultando un pedante. Me imagino a Peter Bogdanovich, que de cine sabía y sabe un montón (empezando por el arte de montar una película), poniendo cara de «¿eing?» tras ver 1917 razonando con buen criterio, que tan malo es pasarse como no llegar. El «recurso», por añadidura, acaba resultando hasta mareante en ocasiones, por cómo se mueve la cámara en algunos momentos. Su mejor utilización está en el fantástico tramo inicial, que logra «describir» visualmente el espanto de la guerra de trincheras (o más bien sus espantosas consecuencias) en toda su magnitud, así como en la parte que transcurre en el pueblo, que además está maravillosamente iluminada.

Por supuesto que 1917 está muy bien rodada, faltaría más. Cuando manejas un presupuesto de nueve cifras y tienes a tu disposición un ejército integrado por los mejores asesores y técnicos de cada especialidad (empezando por el director de fotografía, un verdadero fenómeno junto a la script girl, que a buen seguro sudó sangre más de una vez), es completamente imposible «rodar mal» cualquier largometraje salvo que seas un auténtico inútil. En estos casos el mérito está en construir un buen guión que atrape al espectador hasta dejarle huella y Sam Mendes no lo consigue: llegan los créditos finales y no hay nada que realmente te haya emocionado o te haya animado a reflexionar, todo ha resultado ser muy frío y deshumanizado. La película se ve y a veces hasta se disfruta, pero se acaba y ya está, a otra cosa.

Resultado: mezcla de aplausos y abucheos.

Ficha en la IMDB.

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