Pocahontas contra los marines. Así rebautizaba un colega a Avatar en su extraordinario blog. Y no fue el único: desde el mismo momento en que pudieron verse las primeras escenas de la película en trailers y demás, Internet se convirtió en un hervidero donde cualquiera que creía tener un mínimo de conocimientos sobre cine ponía a parir la cinta. Y el modo más fácil, obvio y evidente era cambiarle el nombre, pues su parecido con muchas películas anteriores a ella salta a la vista desde el punto de vista argumental.
Admito que se me hace difícil escribir algo que no se haya dicho ya sobre una película que, a día de hoy, está en boca de todo el mundo y todo el mundo ha visto. Estuve tentado de no hacer nada y esperar unos cuantos meses, tal vez años, a que disminuyese la enorme expectación generada en torno a Avatar; la misma que me ha impedido ver la película en su formato nativo (en 3D) en dos ocasiones, tal es la avalancha de gente que acude aún a los cines, la cual hace imposible asistir a la proyección si no se reservan entradas una semana antes; la misma expectación que me ha obligado a verla en “formato plano” para tener una opinión propia sobre el filme, al margen de comentarios vertidos por otras personas y de todo lo que he leído sobre ella en la Red. Algo que dicho sea de paso es casi imposible: en cierto modo es como ser jurado popular en un caso de gran impacto mediático y tratar de dictar una sentencia justa, al margen de la presión de los medios y de la sociedad.
Porque si hay una palabra que defina Avatar en toda su extensión ésa es hype, palabro inglés cuyo uso se ha generalizado gracias a Internet, y más desde que se tuvieron noticias de que James Cameron ponía en marcha su nuevo proyecto. Cuando se dice que algo tiene hype es porque está generando una expectación inusitada a su alrededor, generalmente muy por encima de la que luego demuestra merecer. Generar expectación sobre algo para que se venda como rosquillas con independencia de su calidad, es un recurso tan viejo como el hombre. Ya saben lo que dicen: el buen vendedor es aquel capaz de vender algo que no existe. Ejemplos de esto en el cine haberlos haylos, curiosamente casi siempre asociados al género de terror y a la ciencia ficción. Pero Avatar se ha llevado la palma de calle.
Reconozco que admiro enormemente a James Cameron. Será un cabrón de tomo y lomo, o al menos eso es lo que dice la mayoría de quienes le conocen y han tenido la desgracia, según ellos, de trabajar con él. No será un gran director, ni desde luego un buen guionista; pero ha demostrado a lo largo de su carrera que le sobran arrestos para levantar proyectos que otros directores, supuestamente mejores que él, ni siquiera se atreverían a plantearse. Y no sólo eso: el tío es capaz de cargar a sus espaldas con todo el trabajo que haga falta cargar, ponerlo a funcionar contra viento y marea, y hacer que el resultado final reviente las taquillas allá donde sea exhibido. En el cine contemporáneo ya no existe la gente así. Hay demasiado dinero en juego, demasiados intereses comerciales como para que nadie se atreva a asumir nuevos retos; siempre teniendo en cuenta las limitaciones de un mundo, el del cine, en el que todo (o casi todo) está ya inventado desde los años cuarenta. En las últimas tres décadas, sólo el George Lucas de La Guerra de las Galaxias y el Spielberg de Tiburón se podrían aproximar a la figura de James Cameron, todo un experto en hacer cortes de mangas a los agoreros del fracaso. Avatar sería otro ejemplo de todo esto, aunque hay que reconocer que su proceso de producción no llegó a ser tan arriesgado y complejo como el de otras pesadillas anteriores del director, tal que Abyss o Titanic. El ordenador facilita mucho las cosas, Tito James no tiene un pelo de tonto, y antes de chasquear la primera claqueta de su último filme lo tenía todo atado y bien atado, hasta el punto de que costaba creer que una película tan cara pudiera ser un fracaso de taquilla, algo que por supuesto no ha ocurrido.
¿Y la peli? Pues bastante flojita, la verdad. Tal vez la más floja del repertorio de Cameron, excepción hecha de Piraña 2. Más que una peli en toda regla, Avatar es una demo de nuevas tecnologías aplicadas al cine, y la clara demostración de la tendencia actual del séptimo arte a poner el continente muy por encima del contenido. Porque Avatar es como si te regalan una caja vacía con un envoltorio precioso. Hay que reconocer que desde ese punto de vista es acojonante incluso en su “versión plana”, aunque su estética ultracolorista pueda ser tildada de “kitsch” en más de una ocasión. Pero no tiene más. Si desconectamos el cerebro antes de verla, Avatar puede que cumpla con su objetivo de entretener. De hecho entretiene, aunque sólo sea por los alardes técnicos de los que hace gala. Pero hace unos días, sin ir más lejos, volví a verme Bailando con Lobos en su versión original y extendida (casi cuatro horas de vellón, oigan) y me atrevería a decir que mola bastante más, aun careciendo de tanta pijada hecha por ordenador.
Con todo, poner a caldo Avatar acusándola de ser un refrito no deja de ser un poco simplista, pues el cine actual (de los sesenta a esta parte, más o menos) es en sí mismo un continuo refrito. Ocurre periódicamente, siempre: algún listillo toma prestados elementos de aquí y de allá, los “regurgita” y a poco que acierte marca a una generación como el que marca al ganado. Sin ir más lejos, cuando La Guerra de las Galaxias comenzó a exhibirse en los cines le llovieron hondonadas de hostias por lo mismo que ahora le llueven a Avatar. Curiosamente son muchos los que ahora ponen a Cameron y a su película a caer de un burro, mientras se hacen pajas imaginándose a los jawas en pelotas. Y a estas alturas ya deberían saber que La Guera de las Galaxias no es más que Avatar con maquetas.
De todos modos me gustaría ser razonablemente optimista, porque la historia ya nos ha enseñado cual podría ser el paso siguiente. El cine ha combatido con explosiones tecnológicas sus diversas crisis en el correr de los tiempos. Estas explosiones han terminado pasando de moda, dando lugar a un nuevo interés por reconciliarse con el espectador a base de buenas historias, que es lo que debería ser la esencia de este negocio. Ocurrió en los sesenta, después de la moda de los formatos panorámicos y otras bobadas semejantes; ocurrió en los noventa, una vez agotada la veta del cine palomitero durante la década anterior. Ahora estoy a la espera de lo que pueda ocurrir en la actualidad, cuando se desinfle el hype del 3D. Ojalá los dueños del cotarro se den cuenta otra vez de que el negocio del cine es algo diferente al de un parque de atracciones, aunque muy probablemente ya sea tarde para remediar nada.
Resultado: Aplausos y abucheos a partes iguales.
(Este artículo fue publicado inicialmente por Leo Rojo en COMPUTER-AGE.NET el martes 16 de febrero de 2010 y se reedita con el permiso de su webmaster).