La Gran Migración que tuvo lugar antes de la Primera Guerra Mundial puso en movimiento a más de seis millones de afroamericanos.  Abandonaron los campos de algodón del Sur atraídos por el señuelo del trabajo en las grandes factorías y los derechos civiles del Norte. Al concluir la Segunda Guerra Mundial, los americanos blancos comenzaron su propia migración hacia los suburbios llevándose sus trabajos y su dinero, incrementándose la segregación en los entornos urbanos. Hacia los años sesenta, las tensiones raciales habían alcanzado un punto crítico. Comenzaron disturbios en Harlem, Philadelphia, Watts y Newark. En Detroit, los afroamericanos vivían confinados en unos cuantos ghetos abarrotados, patrullados en su mayoría por agentes de policía blancos conocidos por su agresividad. Las promesas de igualdad para todos resultaron ser una ilusión. El cambio era inevitable. Sólo era cuestión de cómo y cuándo se produciría.

Así da comienzo Detroit, largometraje de la oscarizada Kathryn Bigelow cuya trayectoria se define por el fracaso. Sea por guiones inadecuados o por pura mala suerte, escasean las veces que esta pobre mujer ha gozado del favor del público pese a ser una de las mejores directoras que hay ahora mismo en el cine norteamericano. Algo que vuelve a demostrar en esta película, en general muy bien rodada pese a la tendencia a usar indiscriminadamente la cámara en mano, recurso que no hace mucho llegó a estar muy de moda para dotar de realismo a la acción, transmitiendo la sensación de estar dentro de ella, y que a mí nunca me ha gustado ni mucho, ni poco ni nada: se puede lograr el mismo realismo inmersivo (o más) sin necesidad de provocar mareos entre los espectadores con los vaivenes de imagen. De todos modos es justo reconocer que la Bigelow consigue muy buenos resultados, también, con este recurso, logrando introducirnos de lleno en una zona de guerra. Particularmente durante el segundo acto del filme, que transcurre en el interior de un motel y que no puede ser más angustioso, llegando a alcanzar niveles de un terror escalofriante. Hasta los actores acabaron psicológicamente agotados, luego de rodar durante semanas en jornadas maratonianas con la mayoría de ellos continuamente pegados a una pared.

Lo peor es que los hechos narrados ocurrieron de verdad: el 25 de julio de 1967, y en medio de graves disturbios raciales, un grupo de policías y militares de la Guardia Nacional asaltó un motel localizado en un barrio negro de Detroit al creer que un francotirador les estaba disparando desde allí. Los policías retuvieron a varios sospechosos, los torturaron, y alegando defensa propia mataron a sangre fría a tres de ellos. Los juicios posteriores (fueron tres, aunque en la película se reducen a uno) pusieron de relieve las miserias de un país nauseabundo, que se jacta hipócritamente de ser tierra de libertad e igualdad pero donde los negros son tratados como lo que siempre han sido: una casta inferior. Esclavos. Y utilizo el verbo «ser» en presente porque el tema del abuso policial contra los negros sigue estando de plena actualidad en Estados Unidos, cincuenta años después de los hechos narrados en Detroit. Nada ha cambiado desde entonces.

Sobre la película, verla merece mucho la pena aunque deje un mal sabor de boca por su crudeza, en ocasiones casi insoportable. Pero ahí reside su magia y es lo que procede en un tema respecto al cual no se puede ser neutral, «equidistante» ni otras gilipolleces definidas en términos que seres potencialmente mongólicos utilizan hoy día para autorretratarse. Tal es así que la propia Kathryn Bigelow no quiso entrevistarse con uno de los despreciables policías implicados en los hechos, todavía vivo. Su labor en la película es inmejorable, sacando partido del buen guión escrito por Mark Boal y dirigiendo con acierto a los actores. La interpretación de todos ellos es excelente, pero Will Poulter sobresale metido en la piel del odioso policía racista Krauss.

Por desgracia, ninguna de sus virtudes libró a Detroit del fracaso. Otro más en la cuenta de su directora. Dice mucho que nadie fuese a verla mientras cada parida de superhéroes que se estrena bate récords de taquilla. Sobre el estado del cine, un fenómeno cultural moribundo a cuyo deceso contribuyen quienes más y mejor viven de él. Pero en especial sobre nuestra sociedad, cada día más infantil y reaccionaria.

Resultado: aplausos, con fuerza.

Ficha en la IMDB.

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