Penúltimo largometraje del director Robert Rossen, con toda probabilidad el mejor de su carrera y el más conocido sin lugar a dudas. Gracias a su inspiradísimo trabajo, Paul Newman no desaprovechó la inmejorable oportunidad que le brindaron para demostrar sus cualidades, herencia de las clases recibidas en el Actor´s Studio.
Con El buscavidas, Robert Rossen volvía a dirigir cine en Estados Unidos, luego de haberse autoexiliado a Europa durante una temporada tras haberse convertido en delator para el infame Comité de Actividades Antiamericanas de Joseph McCarthy. Cuando ya nadie daba un centavo por él, destapó su particular tarro de las esencias para brindar al cine una obra maestra absoluta, bendecida por todos los parabienes que puedan imaginarse. Todo en esta película es perfecto, desde el guión escrito entre el mismo Rossen y Sydney Carroll basándose en una novela de Walter Tevis, hasta el elenco actoral donde, aparte de Newman, brillan con luz propia la frágil Piper Laurie, el siniestro George C. Scott y el carismático Jackie Gleason dando vida al legendario Gordo de Minnesota, todo un mafioso armado con taco de billar en lugar de metralleta. Ya que estamos, anécdota al canto: él y Newman interpretaron todas sus jugadas de billar excepto una.
La magistral fotografía en blanco y negro de Eugene Shuftan, la dirección artística de Harry Horner y la partitura musical destacada por el jazz de Kenyon Hopkins, ponen la guinda a esta descarnada y estremecedora historia sobre personas marcadas para perder incluso cuando ganan. Una autentica maravilla que puede verse una y mil veces descubriendo siempre algún detalle nuevo y asombroso, porque estamos ante una de esas raras películas que justificaron para el cine el calificativo de «séptimo arte» que una vez disfrutó. Cine del que ya no se hace, cine en estado puro que deja en ridículo, desde el primer segundo, a toda la mierda actual producto de directorzuelos encumbrados por imbéciles que no tienen ni puta idea de nada, menos aún de cine. Auténticos inútiles que, de haber vivido en la época de Robert Rossen, no habrían trabajado en un estudio ni llevándole cafés al personal de limpieza.
Resultado: No hace falta decir nada, porque ya está dicho todo.