A este largometraje lo podríamos definir como Braveheart en la América del siglo XVIII, pues calca todos sus mimbres comenzando por el protagonismo de Mel Gibson. Como aquella, se ambienta en una guerra por la independencia de un territorio británico (las trece colonias fundacionales de los Estados Unidos), con estos como «malos malísimos». Como en aquella, Gibson interpreta a un hombre que al principio desea mantenerse al margen de la lucha y vivir en paz, pero la muerte injusta de un ser querido le empuja a combatir con más ferocidad que nadie en pos de una venganza. Y ni que decir tiene que, como aquella, está basada en hechos y personajes verídicos, igualmente cogidos con muchas pinzas. Empezando por Benjamin Martin, el hombre al que encarna Gibson con tintes de humanidad y heroicidad casi inmaculados. Llamado en realidad Francis Marion, era un terrateniente esclavista al que se conoció como «el zorro de los pantanos» y al parecer fue un auténtico hijo de puta sanguinario.

Pese a que desde el principio se planificó como una gran superproducción, que acabaría rebasando los cien millones de dólares de presupuesto, los responsables de aflojar la mosca hubieron de desistir en su idea de juntar una constelación de estrellas para arropar al héroe, hoy caído en desgracia pero que entonces cobraba veinte millones por película y no quiso bajarse el sueldo. Fue así como nos quedamos sin ver por ejemplo a Kevin Spacey como el villano coronel Davington; pero como no hay mal que por bien no venga, también hubo quien, a cambio, salió beneficiado: Heath Ledger llevaba un año muriéndose de asco en Hollywood buscando (sin éxito) papeles que no fuesen los de típico guaperas juvenil. El malogrado actor estaba a punto de emprender el camino de regreso a su Australia natal cuando recibió una llamada para salir en la película. Y con su nombre tras el de Mel Gibson en los créditos.


«Era esto o volverme a casa con el rabo entre las piernas».

El cotarro lo dirige Roland Emmerich con su habitual vena patriotera, que esta vez se contagia incluso al título. Vista su filmografía, cualquiera diría que abrazó la nacionalidad estadounidense con fervor de converso, aunque oficialmente nunca haya dejado de ser alemán. Emmerich, que tras el bombazo de Independence Day venía de patinarse con Godzilla, aceptó dirigir El patriota con la idea de recuperar el favor perdido gracias a esta historia de tintes épicos, alejándose por una vez de la ciencia ficción aunque sin dejar a un lado el género catastrofista (tras el rodaje, Ledger dijo entender el fervor patriótico de los norteamericanos «porque tuvieron que descender a los infiernos para construir una nación»).

Fervor patriótico que, en el caso de la película que nos ocupa y siendo su director quien es, vuelve a alcanzar cotas de bochorno indescriptibles. Quizás baste contar que, cuando fui a ver esta cosa durante su estreno en un céntrico cine madrileño, antes de dos horas media sala había abandonado la proyección. Durante la batalla final, la media restante se dividió entre la descojonación, los abucheos y calificativos de «basura» y «puta mierda» emitidos a voces. Basta y sobra para describir una cinta caracterizada por una ingenuidad y maniqueísmo realmente imprudentes, casi peligrosos. Está muy bien filmada porque hay medios de sobra; se nota, y tanto la fotografía como la banda sonora del inefable John Williams son excelentes, pero con eso no basta y en estos casos tampoco cuenta como mérito: teniendo a mano una carretada de pasta para gastar, ya hace falta ser ceporro para hacer una película «mal filmada».

El patriota es un compendio de barbaridades perpetrado por un terrorista de encefalograma plano, al que la palabra «cliché» no parece sonarle de nada. Teniendo en cuenta ante qué clase de película estamos, el hecho de que no llegase a amortizar costes durante su exhibición en Estados Unidos lo dice todo acerca de ella.

Resultado: abucheos, por insultar a la inteligencia.

Ficha en la IMDB.

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