No será la primera vez que escribo algo sobre el apartheid al comentar una película. Cada vez más oculto por la bruma del tiempo, a muchos les cuesta creer hoy que semejante régimen llegase a existir; formalmente una dictadura que controló y reguló la vida de las personas en relación al color de su piel. Pero existió, y no fue precisamente un lapsus de la Historia porque duró décadas enteras hasta que empezó a desmoronarse al principio de los años noventa del siglo pasado.
Y si lo hizo no fue porque a los dirigentes de la minoría dominante blanca se les enterneciese el corazoncito de repente y concluyesen que había que acabar de una vez por todas con esa repugnancia abyecta, sino porque la economía sudafricana estaba quebrada y no había más remedio que abrirse a los mercados internacionales. Los mismos que hasta dos días antes habían aceptado el sistema y su brutalidad con no demasiados remilgos, porque frenaba la expansión del comunismo en el sur del continente africano. Tras la caída de la Unión Soviética, un régimen totalitario basado en postulados racistas al más puro estilo nazi se había vuelto demasiado impresentable hasta para el más beligerante defensor del «mundo libre» y el capitalismo. Al final es lo mismo de siempre, sin importar cómo nos lo quieran vender.
Frederik de Klerk, último dirigente del apartheid, sería galardonado con el Premio Nobel de la Paz. Como Kissinger, o Arafat.
Aunque la Sudáfrica del apartheid era esencialmente un puño de hierro al que plantarle cara podía resultar muy peligroso, la oposición interna nunca pudo ser acallada y al iniciarse la década de 1970 había disidentes incluso entre jóvenes de la élite blanca. Uno de ellos fue Tim Jenkin, que abrió los ojos tras pasar una temporada en Londres y estudiar Ciencias Sociales en la universidad. Convencido de que algo tenía que cambiar en su país, llegó incluso a ingresar en el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela (entonces una organización absolutamente ilegal) junto con unos amigos de su misma opinión, dedicándose a repartir «propaganda subversiva» que instaba a luchar por una Sudáfrica donde todos los hombres fuesen iguales en derechos sin importar su raza.
En 1978 las autoridades lograron atraparles y fueron puestos ante un tribunal tope ecuánime, que poco menos les grabó a fuego la palabra «culpable» antes de empezar el juicio tras acusarlos de terrorismo por «instar a una revolución» y utilizar inofensivas bombas de gas para, mediante una detonación controlada a distancia, esparcir sus pasquines a los cuatro vientos. En total, a Jenkin le cayeron doce años de cárcel y a su amigo Stephen Lee ocho. ¿Les parece increíble? Pues piensen la situación que vivimos actualmente a nivel global donde, mismamente en España, puedes acabar encarcelado por el simple hecho de encararte a un policía durante una manifestación. Los dos reos sudafricanos acataron su sentencia sin plantear recurso porque al hacerlo encima les podían agravar la pena. Eso no quita para que estuviesen pensando en huir desde el mismo día de su ingreso en la Prisión Central de Pretoria, cosa que lograron tras poco más de un año en una fuga esperpéntica con tintes dignos de un tebeo de Mortadelo y Filemón ridiculizando al Gobierno, que usó todos los medios para darles caza sin resultado alguno porque no evitó que los los fugados tomasen las de Villadiego camino del exilio.
Leído el texto hasta aquí, y en especial su último párrafo, ustedes habrán concluido con gran perspicacia que Fuga de Pretoria no lleva ese nombre por casualidad. Y en efecto, el nombre no es casual porque la película, basada en el libro autobiográfico escrito por Jenkin en 2003, se centra en esa historia de la fuga. De este modo se convierte en lo que viene siendo un drama carcelario al uso, aunque esta vez tenga mayor carga de thriller y cuando uno la ve enseguida se da cuenta de que queda a gran distancia de los clásicos del género. Aun así es justo reconocer que esta cinta, al compararla con buena parte de la filmografía que hoy se estrena en cines o plataformas digitales (de nivel generalmente subterráneo), casi podría pasar por un producto del Nuevo Hollywood. Así están las cosas hoy día en lo que hasta hace no mucho se denominaba «séptimo arte».
Por supuesto, lo más destacable de Fuga de Pretoria es la presencia de Daniel Radcliffe encabezando el cartel. Con independencia de que puedas considerarlo mejor o peor actor, el esfuerzo de este hombre por quitarse de encima el sambenito de Harry Potter que todavía soporta resulta encomiable. Metido en su sempiterno papel de «hombrecillo corriente obligado a endurecerse para superar una situación chunga de cojones», aquí tanto él como su cara de lirio encajan mejor que en cintas como por ejemplo Imperium, donde Pablo Iglesias habría resultado más creíble interpretando a un neonazi incluso sin cortarse la coleta. Hasta guarda cierto parecido con su personaje en la vida real, también un tirillas con cara de haber recibido cantidad de tobas en el cole aunque luego demostrase tener los huevos más grandes que nadie, amén de un cerebro muy bien amueblado que años después de su fuga le permitiría hacer carrera en el CNA y ganar un dinero jugoso trabajando como informático de alto nivel. A Radcliffe, que contó con el asesoramiento del propio Tim Jenkin para cosas como aprender su acento, le secunda un buen plantel de actores entre los que destaca el gran Ian Hart en un papel corto pero trascendental.
En ese aspecto el guión se queda cojo y acaba resultando algo pobre para lo que podría haber ofrecido, pero es lo que toca en el cine actual, incluso en el más presuntamente contestatario: no meterse en camisas de once varas, no sea que la censura mueva sus hilos y fastidie la recaudación. O en el caso de la cinta que nos ocupa, que algún espectador llegue a pensar que el mundo en el que vive comienza a parecerse demasiado a la Sudáfrica segregacionista. En Fuga de Pretoria todo se resume, a la hora de la verdad, en tres tíos ingeniándoselas para ir abriendo una serie de puertas con llaves caseras una tras otra, y la escena final llega a resultar hasta hilarante cuando lo que pretende es generar una tensión angustiosa. Pero repito: teniendo en cuenta la clase de película que es y las circunstancias de una época como la actual, dominada por ideas reaccionarias absolutamente mongoloides, tampoco cabe pedir peras al olmo porque éste poco más puede dar ya de sí.
Resultado: ni una cosa ni otra.