Llevaba tiempo dándole vueltas a la idea de escribir aquí sobre una película que, sorprendentemente, no resulta demasiado conocida por el gran público. Me refiero a Heat, una de las mejores películas producidas durante los 90 y, si me permiten, una de las mejores del género policíaco producidas en las últimas décadas, así de claro. Aunque no le fue mal en taquilla y acabó por convertirse en un clásico, resulta increíble que una cinta así, con un reparto de campanillas y muchos ases en la manga para arrasar, fuese tan ninguneada durante su campaña de promoción, pasando casi desapercibida para lo que debía haber sido: un petardazo entre los espectadores y acaparadora de premios. Para que se den cuenta de cómo funcionan estas cosas del cine, baste decir que en los Oscar de 1995 la lotería le tocó a Braveheart (cinco premios, entre ellos película y director) y que Heat no estuvo ni en las quinielas. Véanse ustedes las dos películas y seguramente se preguntarán cómo es posible. Pues lo fue, oigan. Y eso que admito que la de Mel Gibson me entretiene, y hasta fui a verla al cine dos veces (la segunda de gorra, eso sí).
Siempre he creído que Michael Mann es un director tirando a mediocre, aunque si tiene un buen día y la suerte de cara es capaz de hacer cosas muy grandes. Curtido en la tele, donde se fraguó una gran reputación (a él le debemos la mítica Corrupción en Miami, serie de la que fue productor y su principal mentor), Mann apenas tenía experiencia como director de cine cuando pensó llevar a la gran pantalla un remake de L.A. Takedown, película para TV que había dirigido en 1989 con escaso éxito. Pensó que, con los cambios pertinentes, tendría entre manos una buena película de policías y ladrones. Y no se equivocó, hasta el extremo de que creo que ni él mismo esperaba encontrarse con algo tan grande.
Heat se beneficia enormemente de dos incuestionables puntos a su favor: un guión sólido y un buen aprovechamiento del duelo interpretativo surgido de tener frente a frente a dos auténticos colosos, como son Robert De Niro y Al Pacino. Lo mejor, sin duda, está en el estupendo guión, que permite formarnos una imagen perfecta de unos personajes totalmente alejados de los clichés habituales en esta clase de películas. Aquí se nos presentan casi como personas corrientes, con su trabajo (legal o no), sus inquietudes, sus anhelos y, en definitiva, una vida que, de no ser por las peculiaridades de sus respectivos oficios, se podría presentar sin tapujos como la del más común de los mortales. No hay superhombres, ni santos incorruptibles, ni supervillanos, ni nada por el estilo. Personalmente, creo que es uno de los retratos de personajes más humanos que he visto nunca en este tipo de películas. A ello hay que añadir el buen pulso de Michael Mann con la cámara, la excelente planificación de las escenas de acción (rodadas con ritmo, pero sin las estridencias que tanto daño han hecho al thriller en las últimas décadas), la muy bien seleccionada banda sonora… Detalles habituales en todo lo hecho por este hombre, que aquí se conjugan como nunca para dar como resultado una magnífica película, en la que lo único que falla es un final demasiado ceñido a la máxima hollywoodiense de “el bien y la justicia siempre ganan”. Es una pena, porque con otro final menos estereotipado tendríamos sin duda un filme redondo. Cruel ironía, teniendo en cuenta que el punto fuerte de Heat es, precisamente, que trata de no ceñirse a estereotipos.
Resultado: Aplausos estruendosos, claro.
(Este artículo fue publicado inicialmente por Leo Rojo en COMPUTER-AGE.NET el martes 29 de mayo de 2007 y se reedita con el permiso de su webmaster).