A Spike Lee (Atlanta, 1957) lo han tachado más de una vez de panfletario e incluso racista, cuando tales afirmaciones resultan absurdas teniendo en cuenta el país de procedencia del realizador. Un país donde tanto las clases dirigentes (de raza blanca) como los estratos medios de la población (por lo general también blancos) se llenan la boca proclamando estupideces sobre democracia y libertad cuando, históricamente, aquellos que no pertenecen a la raza dominante han sido tratados a patadas o esclavizados, si no directamente masacrados.
En tales circunstancias, afirmar que Estados Unidos es una democracia, entendida como un sistema igualitario para sus habitantes con independencia de cualquier circunstancia (incluyendo por supuesto la raza) es un insulto a la inteligencia, porque hablamos de una nación construida en base al genocidio y la esclavitud, dos pilares sobre los que aún se sostiene. Y además con perfecta firmeza, en un país donde el maltrato a los negros está institucionalizado y nutre ampliamente las hemerotecas con numerosos ejemplos a cual más nauseabundo. Se entiende así la beligerancia de tipos como Sipke Lee quienes, conscientes de su notoriedad pública, usan todos los medios a su alcance (como el cine, sin ir más lejos) para denunciar abusos flagrantes.
Se podrá calificar como se quiera, pero se trata de una absoluta necesidad en los tiempos que corren, cuando a nivel global estamos viviendo un claro retroceso en materia de derechos civiles por el auge del neoliberalismo y los movimientos de extrema derecha, más próximos y complementarios entre sí de lo que la gente cree. Más aún en Estados Unidos, donde ahora mismo gobierna un tiburón financiero incapaz de condenar abiertamente un atentado racista como el sucedido en Charlottesville en el verano de 2017, cuando un supremacista ario atropelló con su coche a un grupo de manifestantes que protestaba contra la presencia en la ciudad de una piara del Ku Klux Klan, matando a una mujer e hiriendo gravemente a numerosas personas más.
Las imágenes del ataque dieron la vuelta al mundo y el Presidente, lejos de bramar contra tal atrocidad, exhibió una actitud digna del mierda impresentable que es. Y es precisamente con ellas con las que se cierra la proyección del último trabajo de Spike Lee, Inflitrado en el KKKlan, dedicado además a la mujer que murió en el atentado. Durante su presentación en Cannes ´18, donde la película recibió una ovación de seis minutos y el Premio Especial del Jurado, el director no se mordió la lengua y calificó al actual inquilino de la Casa Blanca como «hijo de puta» reiteradas veces, sin cortarse un pelo. Ya me gustaría ver esa misma actitud en el dócil y paniaguado estamento cultural español.
Para no seguir yéndonos por las ramas, empezaremos este párrafo afirmando que Infliltrado en el KKKlan es la mejor película que Spike Lee ha hecho en años y también la más entretenida, lo que es un elogio en su extensión más amplia. Porque es cierto que una película debe entretener, pero también invitar a la reflexión. Esta lo consigue plenamente, y eso es algo que se echa muchísimo de menos en una cartelera como la actual, carcomida por la podredumbre de los superhéroes y el cine destinado al público mentalmente infantil (cuando no directamente estúpido) que rehuye cualquier filme mínimamente comprometido.
Ambientada (de manera estupenda) al inicio de los años setenta del siglo pasado, con la lucha por los derechos civiles en uno de sus puntos más álgidos, Infiltrado en el KKKlan se basa en un libro inspirado a su vez en hechos reales, tanto que en la trama aparecen personajes que hoy son miembros destacados del Klan e hicieron acto de presencia en Charlottesville como si tal cosa. Todo comienza cuando el primer detective negro de la Policía de Colorado Springs, interpretado con bastante desparpajo por el hijo de Denzel Washington, convence a sus jefes para infiltrarse en la organización racista americana por excelencia y destapar así todos sus tejemanejes, que van mucho más allá de lo evidente. Para llevar a cabo su plan utilizará como tapadera a un compañero de raza blanca (y además judío) al que da vida el actor Adam Driver, fácilmente reconocible como el malo con cara sindrómica en la última trilogía de Star Wars, pero que aquí demuestra que merece ser tomado en serio.
¿Inverosímil? ¿Esperpéntico? Pues no sólo es cierto, sino que en la película (que está muy bien dirigida) resulta perfectamente creíble. El guión es igualmente estupendo, y pese a estar impregnado con un ligero toque de comedia, no elude emitir un contundente mensaje político que va más allá del antiracismo, como bien explicó Spike Lee en Cannes y que se agradece en el delirante contexto actual, con el facherío más impresentable y peligroso campando a sus anchas por las calles y parlamentos de muchos países supuestamente democráticos, encima gozando de su amparo. Las gallinas defendiendo al zorro que ha entrado en su gallinero para comérselas, nada más ni menos.
Quizás lo más flojo se encuentre en un tercer acto que por momentos se «aturulla», como queriendo finalizar la película lo antes posible para dar paso al alegato final con las imágenes de Charlottesville; pero incluso en este tramo no faltan segmentos memorables, como el emocionante monólogo del anciano Harry Belafonte. De cualquier modo Spike Lee no se anda con rodeos. Está cabreado, y nosotros se lo agradecemos.
Resultado: aplausos. Por la película, pero también contra el «hijo de puta» de Trump y sus acólitos.