Tras convertirse en un actor célebre, Steve McQueen quiso ejercer labores de producción a través de su amigo y publicista (y también productor) David Foster como forma de hacer progresar su carrera en Hollywood. Foster había leído la novela The Getaway escrita por Jim Thompson y urgió a McQueen a echarle un vistazo tras comprar los derechos de una obra que ya había dado vueltas por los despachos de algún estudio pero nadie se atrevía a financiar debido a su crudeza. McQueen, socio de una productora llamada First Arts de la que también formaban parte Paul Newman o Barbra Streisand entre otros, deseaba además protagonizar una película haciendo de «chico malo pero en realidad bueno» y vio en esta historia la ocasión que estaba buscando. De modo que se aprestó a llevarla a la gran pantalla con él como cabeza de cartel, pero sin tener idea del berenjenal en que se estaba metiendo.

Y no porque el material de partida fuese difícil de rodar. Para escribir el guión se contrató al propio Jim Thompson (que era también guionista y había trabajado con gente como Kubrick) y a Peter Bogdanovich, en la cresta de la ola tras el éxito de La última película, para dirigirlo. Pero todo se torció desde el principio: ambos acabarían despedidos por «diferencias creativas», Thompson por su empeño en mantener a toda costa el tenebroso y deprimente final de la novela que McQueen deseaba cambiar por otro más optimista, y Bogdanovich por empecinarse en dirigir la película al mismo tiempo que ¿Qué me pasa, doctor? y en que su entonces novia Cybil Shepperd, una pésima actriz, interpretase el principal papel femenino.

Sus sustitutos fueron respectivamente Walter Hill, que reescribió el guión entero en cuestión de semanas cuando Thompson había tardado cuatro meses en presentar algo legible, Sam Peckinpah y Ali MacGraw, casada con el entonces poderoso productor Robert Evans y mundialmente famosa por su engolado papel en Love Story. Peckinpah y McQueen, que ya se conocían de haber trabajado juntos en la fallida Junior Bonner, necesitaban un éxito inmediato como el comer. Especialmente el primero, cuyo alcoholismo y malos modales le habían convertido directamente en un apestado, siendo considerado además un veneno para la taquilla. La nómina de amantes de la bebida adscritos a la producción no acababa ahí: dejando a un lado que Jim Thompson era también alcohólico, en el reparto figuraba Al Lettieri, el mítico Virgil Sollozzo de El padrino, que era lo que los ingleses llaman un heavy drinker (no un borracho, pero casi) y tampoco era precisamente de trato fácil.

Si a esto le unimos el conocido affaire mantenido en pleno rodaje por McGraw y McQueen, que le levantó la mujer a Robert Evans a la vista de todos y fue la comidilla de Hollywood durante meses para escarnio del productor, que no sabía dónde meterse, sorprende que el rodaje de La Huida no fuese un follón incontrolable y diese como resultado un filme más que bueno en general, aunque cuando se estrenó las críticas fueron dispares tirando a negativas acusándola de impersonal, fría y ocasionalmente aburrida, atacando de paso a Ali MacGraw, actriz bastante mediocre, por ofrecer una actuación «sin química» con el protagonista, algo llamativo teniendo en cuenta el apasionado lío que mantenían fuera del plató. De cualquier modo, siendo el cine un negocio antes que un arte, es de suponer que todos los implicados en el «fregao» usarían las malas críticas para limpiarse el culo después de ir al baño empezando por McQueen, Peckinpah, y Foster, porque La huida tuvo mucho éxito y permitió reverdecer sus carreras. Llegaría a ser el segundo largometraje más taquillero del año en Estados Unidos.

Al Lettieri, en plan tocacojones y casi irreconocible escondido tras un bigotón. 

El paso del tiempo atemperó las malas críticas y La huida se convirtió en un clásico que sería objeto de un apestoso remake veintidos años después. Echando mano a su inconmensurable e indescriptible carisma marca de la casa, Steve McQueen dio vida a uno de los antihéroes más ilustres del cine de Peckinpah, quien por su parte volvió a demostrar lo bien que se le daba eso de rodar escenas de acción y violencia, ya fuese física o emocional. Ahí están para demostrarlo las compartidas entre Lettieri, la actriz Sally Struthers y su pusilánime marido, o la secuencia inicial en la prisión donde el martilleo constante de los telares, en conjunción con un vibrante montaje, nos transmite como nada la sensación de agobio que vive el protagonista mientras espera a que su esposa se camele a un mafioso con conexiones políticas para sacarle de aquel infierno, aunque sea a cambio de tener de jugarse el pellejo una vez más.

Ya que hablamos del montaje, supervisado por el propio McQueen mediante una clausula que le permitía hacer y deshacer a su antojo incluso por encima de Peckinpah, destaca la presencia como ayudante de un joven Roger Spottiswoode, más tarde cineasta de esos sin mucho talento pero capaces de rodar cualquier cosa con una mínima dignidad. Fue igualmente decisión de McQueen prescindir para la banda sonora del músico Jerry Fielding en beneficio de Quincy Jones, algo que disgustó profundamente a Peckinpah porque Fielding era uno de los pocos amigos que tenía y ambos se habían pasado años trabajando juntos. Cabe escuchar su partitura para imaginarse el tinte que La huida habría adquirido gracias a él, indudablemente más oscuro. Sin embargo, el inefable Steve decidió que ya había tenido bastante «oscuridad» y lo arrojó a la papelera.

Resultado: Aplausos. A cámara lenta, por supuesto.

Ficha en la IMDB.

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