Entre el final de los 90 y los primeros 2000, Alejandro Amenábar fue elevado a los altares en una operación de marketing apoyada sin reservas por los medios de información españoles, que se atreven a definir lo que hacen como «periodismo» con un libertinaje insultante cuando en realidad componen una agencia de peloteo a famosos, con mercenarios disponibles para quien esté dispuesto a untarles. La «operación masaje» orquestada en torno al nuevo ídolo del cine patrio llegó a sus cotas más risibles (a la par de vomitivas) con el estreno de Los otros en 2001.

Dio lo mismo que, en uno de los pases de estreno a los que asistí, hubiese gente que se rió casi a carcajadas con el final: la reacción de los comepollas genuflexos que integran el respetable (?) gremio periodístico español fue unánime, y sirva como ejemplo del nivel de bajeza que se alcanzó cuando, en una crítica de la cinta escrita por un tal Blai Morell que leí en cierta revista de cine, el supuesto crítico y periodista (?) zanjó el pajote que había escrito eyaculando estas palabras para los anales de la Historia: «Lo mejor: todo. Lo peor: nada». Textual. Como lo están leyendo. Se lo juro por mis gatos.

En resumen, la perfección que no habían alcanzado en su vida todos los grandes directores de cine que ustedes puedan recordar (Welles, Ford, Einsestein, Hitchcock…) la había logrado un jovenzuelo español con tan solo tres películas. Aquel absurdo no podía durar, y no duró: tras recibir otra sesión de masajes con Mar adentro, que copiaba el telefilme Condenado a vivir hecho por Roberto Bodegas para la tele autonómica gallega, un endiosado «Orsoncito» obtuvo carta blanca para filmar su obra más personal, Ágora, que pese a la nueva Operación Masaje orquestada para venderla no recuperó en taquilla ni la mitad del dineral que había costado y le hizo un buen roto a la empresa que había pagado la mayoría de las facturas, la Telecinco Cinema del avariento Paolo Vasile. Ahí se acabó el fenómeno Amenábar y su idilio con los medios a sueldo, viéndose relegado desde entonces a producciones de mucha menor enjundia, cuando no a filmar anuncios televisivos o ridículos videoclips musicales para esa mamarracha que es Mario Vaquerizo.

Y miren por dónde es ahora, sin los problemas derivados del «endiosamiento» ni la presión que acarrea, cuando Amenábar ha hecho sus mejores películas: Regresión, que no era ninguna maravilla pero funcionaba como un entretenimiento bastante digno, y la que ocupará el texto a partir de este punto, Mientras dure la guerra, que para dejarlo claro desde el principio es la mejor película de su director. Y con diferencia.

Mientras dure la guerra narra los primeros días de la Guerra Civil vistos a través de Miguel de Unamuno, interpretado por un Karra Elejalde plasmando su personalidad y sus contradicciones de forma colosal. Cuando se produjo la sublevación militar de Franco y sus correligionarios, el reputado y genial escritor la apoyó sin ambages creyendo que traería orden a una República que le había decepcionado y vivía momentos muy convulsos; pero Unamuno cambió rápidamente de parecer conforme se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo en realidad, así como de las verdaderas intenciones de una cuadrilla de matones y asesinos que se pasó las primeras semanas diciendo levantarse «en defensa de la república», pero lo único que pretendía era quedarse con el país aún a costa de causar muerte y sufrimiento a millones de personas. Empezando por «Cerillita» y siguiendo por personajes tan denostables como Millán Astray, que como militar podía ser un hombre valiente pero como persona era un verdadero mierda, además de un exaltado que sólo sabía arreglar las cosas a voces o a tiros. Al atribulado general manco, tuerto y cojo lo interpreta Eduard Fernández con un histrionismo que parece irreal hasta límites cómicos, pero es que el tipo en cuestión era así de verdad. Se sospecha que padecía un severo trastorno de personalidad, agravado por posible adicción a la cocaína.

La dirección de actores, junto a un guión muy bien trabajado (con buen criterio Movistar, que ponía la pasta, le impuso a Amenábar un guionista de verdad en lugar de permitir que juntaletras como Mateo Gil o él mismo lo escribieran), son sin duda lo mejor de una película casi minimalista, filmada toda ella en un solo escenario (Salamanca, en apenas un puñado de localizaciones) y con los medios justos. No hace falta más para crear la atmósfera que la cinta busca transmitir, extrapolable a cualquier punto de España en ese momento, como tampoco hacen falta cosas como secuencias de acción o mostrar imágenes de fusilamientos y asesinatos para que nos hagamos una idea de la brutalidad creciente del conflicto, sobre todo por parte de quienes ustedes ya imaginan. La violencia y la muerte no se ven, pero se intuyen en el sonido de las ráfagas de disparos que podemos escuchar o en el comportamiento chulesco y altanero, miserable, de los «secretas» que apresan a Atilano Casado.

Nuevamente la dirección de actores resulta clave en este sentido, brindando secuencias extraordinarias como la del encuentro que Unamuno mantiene con Franco (otra interpretación magnífica, en este caso de Santi Prego) y su mujer, buscando salvar la vida de un amigo íntimo que ha sido detenido. Desconozco si tal encuentro se llegó a producir o no, pero me da igual: ficticio o no, muestra sin cortapisas la verdadera personalidad de dos individuos, él y ella, realmente siniestros. Pero en especial de ese repugnante infraser sediento de poder (fue nombrado jefe de los sublevados «mientras dure la guerra» y ahí se quedó), que se jactaba de piadoso mientras hacía matar a todo aquel que consideraba «mal español». Otra secuencia en apariencia intrascendente pero igualmente clave es la del cambio de bandera, en compañía de una ridícula interpretación de la Marcha Real con la letra de José María Pemán.

Por no hablar de la secuencia culminante, la del discurso de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca, donde al parecer señaló a los supuestos salvadores de la patria con pelos y señales (el discurso fue retransmitido por la radio, pero no se conserva porque no fue grabado), costándole a su autor el puesto de rector en el que los golpistas le habían recolocado tras su cese fulminante por el gobierno legítimo republicano. Un final dramático como preludio de la espantosa España que se avecinaba.

Mientras dure la guerra no es perfecta, desde luego. Cosas como los flasbacks resultan intrascendentes, no aportan nada, sobran. Afortunadamente no soy Blai Morell, y al contrario de él soy plenamente consciente de que la perfección no existe. Pero de existir, esta película sería lo más cercano a ella que ha hecho su director. No es una obra maestra, pero las extraordinarias interpretaciones de los actores, su magnífica caracterización (la labor de maquillaje es estupenda), el guión y la buena mano de Amenábar tras la cámara en general, dan como resultado una película muy disfrutable y a la vez necesaria en el actual contexto sociopolítico de un país cuya derecha en su conjunto, sin importar que sea «de centro» o directamente extrema, ha demostrado por enésima vez, con su furibunda reacción contra este largometraje, la inmensa bajeza moral que la caracteriza, consecuente con la herencia de sus orígenes. No sorprende que vociferasen contra Mientras dure la guerra aún sin haberla visto (se lo juro, he visto críticas donde el autor lo reconoce sin despeinarse). Esa y no otra es la realidad de los descendientes de la dictadura.

Resultado: Aplausos.

Ficha en la IMDB.

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