Si existe un personaje que ilustre como nadie el concepto de “juguete roto” dentro del panorama cultural ese es, sin duda, Michael Jackson. Antes de que le estallasen en la cara los escándalos que lo arruinarían social, artística y económicamente, Jackson era lo más cercano a una deidad que se había paseado por el mundo desde tiempos de los emperadores romanos. Su poder, influencia y tirón popular eran tan grandes que, por poner un solo ejemplo, en el otoño de 1991 hasta los mismísimos U2 decidieron retrasar un mes el lanzamiento de su nuevo LP, el más que sobresaliente Achtung Baby, para que su puesta de largo no coincidiese con la de Dangerous.
Si esto les ha parecido exagerado mejor no hablemos de los 80, años en los que, junto a Steven Spielberg, Michael Jackson se convirtió en la máxima representación de la cultura de masas yanki, que vivía por entonces su máximo esplendor comercial. Su nombre y su música eran reconocidos por todo el globo, su presencia en los medios era casi continua y cualquier noticia relacionada con él, por absurda que ésta fuese, era objeto de primera plana y provocaba auténticos terremotos. Con el mundo en sus manos, el Rey del Pop decidió que su siguiente paso sería encumbrarse en el mundo del celuloide de la mano de Spielberg, quien era uno de sus más íntimos amigos. Jackson ya había hecho pinitos como actor en sus propios videoclips, como el de Thriller, y había protagonizado Capitán Eo, un despliegue de alta tecnología aplicada al cine dirigido por Francis Ford Coppola a mayor gloria del artista, y destinado a su exhibición en el EPCOT, la atracción estrella del Disneyland de Orlando.
La expresión «tener buenos padrinos» descrita gráficamente.
Con estos antecedentes, no sorprende la enorme expectación producida cuando se supo que Michael Jackson iba a protagonizar una película. Incluso los detalles más insignificantes se mantuvieron en secreto hasta el último momento. De este modo, cuando la productora empezó a permitir filtraciones a la prensa sobre lo que se estaba cociendo, el filme estaba en boca de todo el mundo y tenía el éxito asegurado, a pesar de que en Estados Unidos sólo sería comercializado en video. Fuera de allí, empero, sí se mostraría en pantalla grande y baste decir que cuando el estreno se aproximaba, Televisión Española programó en primicia el video de Smooth Criminal (que servía como trailer de presentación) en horario de máxima audiencia. Lo que siguió fue un estado de locura colectiva entre los fans como no se recordaba desde los Beatles, con cines cuya cola para la venta de entradas daba un par de vueltas al edificio y griteríos ensordecedores ya dentro de la sala, que apenas permitían escuchar nada durante la proyección.
Todo esto quizás haga que más de uno suelte una sonrisa socarrona, por cuanto el devenir de los años ha hecho que Jackson haya pasado de ser objeto de admiración y respeto a serlo de mofa y escarnio. Y más cuando uno se atreve con la película, sin duda uno de los ejercicios cinematográficos más demenciales jamás filmados. La cosa va de una gran estrella de la música (adivinen ustedes de quién se trata) que entre canción y canción se dedica a combatir a un poderoso esbirro del mal y a demostrar de paso su amor por los niños (sic). Resumiendo: hay que tener unas pelotas de acero para ser capaz de tragarse Moonwalker entera, porque dejando a un lado los videoclips, de los que hablaremos un poco más adelante, la película es mala como el peor pecado. Lo era en su momento (a mí al menos no me gustó nada de nada) y no digamos ya ahora, con su protagonista convertido en la sombra, si llega, de lo que un día fue.
Aun así se pueden sacar conclusiones muy interesantes del visionado, comenzando por el hecho de que nunca se volverá a rodar una película como esta porque ya no hay superestrellas musicales del calibre de Michael. Dejando a un lado su caso, sobradamente conocido a estas alturas, quienes un día compitieron con él en el particular Olimpo de los “charts” tampoco son ya lo que fueron, y los pobres diablos que actualmente contaminan con su presencia lo más alto de las listas de éxitos no serían la millonésima parte de lo que Michael fue ni aunque viviesen veinte vidas seguidas.
En el caso de Moonwalker esto se nota en la parcela audiovisual que Jackson mejor dominaba: los videoclips. Es ahí cuando el Rey del Pop nos dice: “Aquí estoy yo, ¿qué pasa?” y junto a su fiel escudero, el inefable Quincy Jones, nos demuestra la enorme capacidad que atesoraba por aquel entonces para convertir en himno pop cualquier cosa escrita sobre un pentagrama.
Esto queda patente sobre todo durante la escena del Smooth Criminal, tal vez uno de los peores temas del repertorio de Jackson: claramente una canción de relleno (sirvió de “despedida y cierre” para Bad), más simple que el mecanismo de un botijo y alargada en Moonwalker hasta el aburrimiento, por decirlo de un modo suave. Pero ahí la tenemos, convertida en éxito y logrando que aun hoy más de uno tararee su machacón y ridículo estribillo tras escucharla. Y no hace falta decir que el clip que la acompaña está muy bien hecho, aunque no se puede esperar menos en una cinta rodada en plena apoteosis del género, además protagonizada por uno de los músicos que más partido sabía sacarle presupuesto mediante. A título particular yo me quedo con Leave Me Alone, auténtica declaración pública llena de mala leche contra lo absurdo del acoso mediático, envuelta con una música de lo más pegadiza y, para la ocasión que nos ocupa, un videoclip de lo más espectacular, auténtico monumento a las técnicas de stop-motion. Tal vez lo mejor de la película.
Aunque de Michael Jackson se podrían decir muchas cosas y no todas precisamente buenas (también en la parcela artística además de en la personal), nadie puede poner en tela de juicio lo que fue, su influencia en la música popular ni su legado, incluyendo esta Moonwalker. Que sí, vale: que es una “sobrada” que destila un narcisismo egocéntrico digno de una tesis doctoral de Psiquiatría, y que encima es un bodrio difícilmente soportable si nos olvidamos de los videoclips. Pero es un fiel reflejo de unos años, los 80, que fueron a la música pop lo que los 90 al mundo de la moda y que, nos guste o no, tuvieron momentos de grandeza que ya nunca se volverán a repetir.
Resultado: No hace falta decirlo. Ustedes ya se lo pueden imaginar.
(Este artículo fue publicado inicialmente por Leo Rojo en COMPUTER-AGE.NET el martes 18 de noviembre de 2008 y se reedita con el permiso de su webmaster).