Durante los Juegos Olímpicos de París de 1924, dos atletas británicos de convicciones y carácter diametralmente opuestos dieron la campanada, ganando la medalla de oro en sendas pruebas de velocidad en las que eran teóricamente inferiores a sus rivales. Gracias a ello se convirtieron en verdaderos iconos mediáticos de la época, y con el tiempo (y una pequeña ayudita del cine) acabarían por convertirse en mitos.

De no ser por el enorme éxito que en su momento tuvo Carros de fuego, la historia de Eric Henry Liddell y Harold Maurice Abrahams seguramente no habría pasado de ser una de tantas historias de amistad, rivalidad, superación y triunfo que se han dado hasta ahora en los más de cien años de Olimpiadas modernas. Es más: escarbando un poco en los archivos del COI no nos costará nada encontrarlas más emotivas, duras o gloriosas. Pero el caso es que ésta caló hondo en el corazón de los británicos, y acabó convertida en una de las películas más populares de los primeros años 80, aunque actualmente haya caído en el olvido casi absoluto.

Tal y como era de esperar, la película no se ciñe completamente a los hechos reales, pero la historia que relata es bonita y está bien plasmada. El guión es lo bastante bueno como para “estirar” la trama hasta las dos horas sin que llegue a perder interés, a pesar de que no ocurre nada realmente importante hasta que la delegación olímpica británica llega a París. Hasta entonces todo se centra en retratar a los personajes principales e ilustrar detalladamente la relación de respetuosa rivalidad que les unía, entremezclada con los soterrados pero evidentes sentimientos antisemitas (Harold Abrahams era hijo de un potentado emigrante judío) presentes en la sociedad británica de aquel tiempo, en una especie de anticipo de los horrores que llegarían pocos años después. Las escenas deportivas resultan de una marcada plasticidad, gracias a una conseguida fotografía y a un montaje que, pese a seguir los cánones del “estilo videoclip” que empezaba a ponerse de moda entonces, no llega a chirriar en ningún momento pese al cierto exceso con el uso de la cámara lenta.

Pero si por algo Carros de fuego pasará a la historia es por la fabulosa banda sonora creada por Evangelos Odysseas Papathanassiou, aka Vangelis. Sobre todo por el tema que abre y cierra los créditos, un clásico más que conocido por todo el mundo, cuya intemporalidad ha terminado haciéndole sombra a la propia película que lo justificó: como suelo decir, una partitura se convierte en clásica cuando, pasados muchos años desde su publicación, la mayoría de la gente puede reconocerla de oídas aunque no recuerde cómo se llama, quién la compuso y para qué. Algo que, aplicado a la música moderna, ocurre por ejemplo con muchos temas de los Beatles, y que sin duda ocurre con este que nos ocupa.

La sinergía del filme con su banda sonora es total, y no se entienden la una sin la otra. Lo mejor es que, aun siendo consciente de su belleza, Vangelis no cae en la tentación de abusar de ella: la música aparece en la medida y en los momentos justos, lo que la engrandece aun más. Pese a que la obra del compositor griego ya era relativamente conocida desde los años 70, fue su trabajo en Carros de fuego lo que le abrió de par en par las puertas de la fama y de Hollywood, convirtiéndose a partir de entonces en el músico que todos querían contratar para ponerle banda sonora a su película.

Con esa mirada entre «mi vida da puto asco» y «sus voy a matar a todos, cabrones» no sorprende que Vangelis tuviese fama de raro.

Como suele ocurrir cuando se produce un bombazo semejante, la mayoría de los principales implicados en él no lograron repetirlo posteriormente. Con la excepción del propio Vangelis y de ese gran actor que era Ian Holm, el resto vieron sus trayectorias sepultadas por las brumas del olvido poco tiempo después. La parte más triste de este brumoso epílogo fue sin duda para Ian Charleston: el actor que daba vida a Eric Liddell, homosexual declarado, falleció por culpa del sida en 1990. Para entonces la popularidad que le había otorgado su participación en Carros de fuego era cosa ya lejana, aunque el hombre se había ganado un respeto en los escenarios teatrales británicos, y desde 1991 un galardón del ramo se ocupa de honrar su memoria cada año.

Resultado: aplausos

Ficha en la IMDB.

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