Hay quien sostiene que en la actualidad el deporte de élite es cada vez menos atractivo, menos emocionante. Esto se nota sobre todo en los deportes tradicionalmente asociados a personajes excéntricos procedentes de familias acomodadas, como los del motor y en especial la Fórmula 1. Los mass media y las enormes cantidades de dinero que mueven han convertido esta competición (que no deporte) en un fenómeno como nunca se ha visto, pero a costa de desprenderle el glamour que le caracterizaba. Eso no significa que pilotar un F-1 sea más accesible que antes para alguien con recursos limitados, sino más bien lo contrario: como en la vida real, la elevada profesionalización y las necesidades implícitas para conseguirla cierran las puertas al díscolo, al diferente, y en resumen a todo aquel que tiene algo nuevo que aportar. Los pilotos de la F-1 actual parecen robots, todos cortados por el mismo patrón, limitándose a soltar las mismas majaderías en las ruedas de prensa sin mostrar atisbo alguno de carisma, sin salirse del guión establecido so pena de que los patrocinadores y el jefe de turno decidan tomar cartas en el asunto y darle su asiento a un alfeñique pagado por alguna petrolera kazaja de nombre impronunciable. Así las cosas, historias como las de Niki Lauda y James Hunt suenan cada vez más lejanas al aficionado joven, que ve con más o menos nitidez el mensaje que se le transmite: Portaos bien, obedeced y a lo mejor os damos un caramelito a final de mes.

Más claro, agua.

Ciertamente resulta difícil recordar películas sobre carreras de coches que estén bien o que al menos se dejen ver. No digamos ya sobre Fórmula 1 porque a los yanquis, que son los que controlan la parte del león del tinglado éste del cine, lo que de verdad les pone es la Nascar y la IndyCar. Por eso siempre es una buena noticia encontrarse con un filme made in USA que trate de forma tan seria (sin renegar por ello del espectáculo) algo a priori tan poco arraigado en la cultura americana como es el “Gran Circo” de la máxima categoría del automovilismo.

Niki Lauda pasará a la historia como uno de los mejores pilotos en la historia de la F-1. Su profesionalidad y su obsesiva metodología de trabajo se vieron recompensadas con tres campeonatos del mundo, aunque a buen seguro muchos le recordarán como protagonista del escalofriante accidente del GP de Nünburgring en 1976 que le desfiguró para siempre la cara. A su lado, el escocés James Hunt era la antítesis absoluta. Prototipo del dandy bon vivant atractivo y carismático, todo lo que no tuviese que ver con las mujeres y el buen whisky le importaba un cojón: lo único que quería era un buen coche, que sus ingenieros currasen para dejarlo a punto y, una vez encendido el semáforo verde, pisar a fondo y correr más que nadie. Buen piloto, pero mal probador, sólo destacó una temporada. Pero sería una de las que pasarían a la historia de la competición por el titánico duelo mantenido hasta el final entre ambos, tan diferentes y a la vez tan semejantes.

Ron Howard no es un director que me parezca especialmente brillante. Salvo unos pocos casos, la verdad es que su filmografía provoca auténtico pánico y, en ocasiones, algo todavía peor. Pero también es de esos tipos que cuando tiene el día bueno puede sorprender, y en este caso lo hace: Rush es una buena película. Sobre todo teniendo en cuenta el cine comercial que se hace en la actualidad, reducido a videojuegos que combinan tiros, explosiones, marcianos, cenutrios en mallas o juntan todo a la vez. Por ello resulta agradable toparse con algo distinto; algo que hace años quizás no hubiese sorprendido tanto pero, tal como están las cosas, no se puede obviar. El guión es bueno, las interpretaciones son mejores (Daniel Brühl está magnífico como Niki Lauda, pero Chris Hemsworth no se queda atrás dándole la réplica) y la reconstrucción histórica es sencillamente genial, haciendo uso del CGI de la manera en que hay que usarlo: para apoyar a la narración, no para imponerse a ella. Muchas de las cosas que suceden en la película lo hicieron de verdad, incluso aquellas a priori inverosímiles, y todo se conjuga de manera más de correcta para ofrecer una película “viva”, con mucho ritmo y la mar de entretenida.

¿Lo peor? Pues curiosamente, la dirección de Ron Howard, eficiente pero anodina, sin personalidad y, en las escenas de acción, demasiado influida por los males del cine moderno. A ver cuándo nos enteramos de que rodar una escena y cortarla en mil pedazos para darle un ritmo frenético no significa más acción, sino que el espectador NO SE ENTERE UNA MIERDA DE LO QUE OCURRE. Ah, y la música del puñetero Hans Zimmer, que sin abandonar sus clichés (cada vez más desgastados y menos efectivos) por momentos parece haberse fijado, y mucho, en la partitura escrita por Antonio Pinto para Senna. Defectos son, desde luego, pero no decisivos y por fortuna compensados por las virtudes, que no son pocas. Insisto en que, tal como está el percal, poco más se puede pedir.

Resultado: aplausos. A veces con el acelerador trabado, pero aplausos a fin de cuentas.

Ficha en la IMDB.

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