Documental sobre el llamado comúnmente «cine de género» español, que vivió sus días de mayor apogeo a lo largo de los años sesenta y setenta del siglo pasado para luego desaparecer, prácticamente sin dejar rastro.
Sobre la base de entrevistas a personajes relevantes de aquella época, así como también a directores o guionistas actuales que fueron niños entonces y se aficionaron al cine viendo películas de Juan Piquer Simón, Paul Naschy, José Antonio de la Loma, Eloy de la Iglesia o Eugenio Martín, Sesión salvaje efectúa un recorrido retrospectivo definido por la nostalgia, en buena medida mal entendida o directamente gratuita. Porque sin restarle méritos dentro de la época en que se filmaron, lo único cierto es que la inmensa mayoría de aquellas películas son pura costra de ínfima calidad y en no pocas ocasiones consecuencia directa de los males engendrados por la dictadura franquista, como fue el caso del «cine de destape». Y conviene no olvidar, sobre todo para analizar acontecimientos que tendrían lugar en el futuro, que tras la muerte de Franco el destape se impondría por abrumadora mayoría sobre el cine negro, el western, el terror, la ciencia ficción o cualesquier otro ejemplo relacionado con el cine fantástico que se nos pueda ocurrir.
Un documental normalito, lastrado por algunos tics de modernez algo ridículos (esos insertos de coloridas palabras resaltadas en tamaño king size) y sendas canciones chorras a principio y fin que sólo aportan ganas de acelerar la reproducción para quitárselas de en medio cuanto antes. Útil más que nada como «servicio de documentación» para aquellos que no conozcan ese cine y quieran saber más sobre él. La parte final es tal vez la mejor, cuando llegamos a la promulgación de la Ley Miró. A las declaraciones propias de un viejo senil efectuadas por Mariano Ozores, quien considera que Pilar Miró orquestó una venganza personal contra él y al que sólo le falta citar las palabras «roja» y «complot judeomasónico» mientras habla, se oponen otras de Nacho Vigalondo o Álex de la Iglesia mucho más realistas y contextualizadas. Ocurrió simplemente que los años ochenta indujeron cambios en la sociedad española, reflejados también en el cine como fenómeno social que es (y antes lo era mucho más que ahora).
Porque aunque hubiesen tenido mucho éxito en el pasado, y aunque lo siguiesen teniendo, películas como Carne apaleada, El fontanero, su mujer y otras cosas de meter, Los bingueros, La criatura, Perros callejeros e incluso Supersonic Man se asociaban al postfranquismo más inmediato, caracterizado por su mal gusto y sobre todo por la chabacanería más rancia y cutre. Había cada vez más gente harta de todo eso, y una vez asentada la democracia empezó a exigir que España se aproximase a Europa, fijándose en el modelo de países como Francia con vistas a hacer cine de mayor calidad que incluso pudiese convertirse en referente internacional. Un paso más en la normalización de una España desesperada por sacudirse la herencia de la dictadura.
En resumidas cuentas, y aunque Pilar Miró era un bicho, la realidad es que no hizo nada que otro no hubiese hecho en su lugar. La diferencia es que se decantó por la opción más radical posible para dejar atrás un periodo de la historia reciente que avergonzaba a muchos españoles, cortando por lo sano con la idea de reducir cuanto antes la inmensa brecha que nos separaba (cinematográficamente hablando) de lugares con más fama de «cultos». Y eso traería consecuencias, buenas y malas.
Resultado: meh, se deja ver y punto.