En Estados Unidos, nombrar a Tonya Harding supone evocar un icono entre sus «juguetes rotos» más representativos. Nacida en el seno de una familia disfuncional de clase no ya baja sino directamente subterránea, Harding despuntó como patinadora artística siendo muy niña, pero nunca llegó a destacar como su gran talento hacía prever.

Su madre, una mujer frustrada en todos los sentidos imaginables, la presionaba de un modo inhumano para alcanzar el éxito a toda costa, y eso le acabó pasando factura. Para quitársela de encima en alguna medida, Harding se casó con el primer pelanas que se fijó en ella, un hombre que la maltrataba de forma sistemática. Eso añadió más presión a la olla de la patinadora, que finalmente estallaría a primeros de 1994, cuando una persona del entorno de su marido agredió a una rival que competía con ella por un puesto en el equipo olímpico. El «sicario» le atizó en la rodilla con una barra metálica. Harding se apresuró a desvincularse del ataque, pero fue en vano. Su desempeño en los Juegos de Invierno disputados poco después fue calamitoso, y de vuelta a su país fue puesta ante un tribunal. Los jueces focalizaron el odio que todo el mundo sentía hacia ella, considerando probado su papel como instigadora de la agresión, y prohibiéndole dedicarse a cualquier actividad relacionada con el patinaje para siempre jamás. Sin recursos, fue tirando como pudo (incluso se dedicó al boxeo una temporada), y hoy vive modestamente junto a un nuevo marido y un hijo.

Tras haber visto la película, no entiendo el calificativo de «comedia» que le han endosado alegremente por ahí. Es cierto que Yo, Tonya tiene cierto tono de comedia sobre todo al inicio del tercer acto, que narra el montaje de la agresión a Nancy Kerrigan, porque los individuos que la planearon y la llevaron finalmente a cabo eran, esencialmente, tontos del culo. Resulta imposible no reírse ante alguna de sus iniciativas. Pero esa comedia, retazos más bien, está ahí para acentuar la tragedia de una mujer que no pudo escapar del ambiente tóxico en el que estaba atrapada. Y aquí es donde la película muestra quizás su mejor baza, atacando sin ambages el mito de la «cultura del esfuerzo». Del «si te lo propones puedes conseguirlo todo» con el que tanto se llenan la boca quienes, situados en la cúspide de la pirámide social, llevan toda su vida viviendo del momio sin dar un palo al agua. La baja extracción social de Tonya Harding, obligada incluso a coser su propio vestuario porque no tiene recursos para comprarse uno, es una mácula insalvable para la ralea de snobs que maneja los resortes del patinaje artístico.

Retrato de una arpía.

El estilo visual de Yo, Tonya puede definirse como «muy Scorsese», con un montaje parcialmente estructurado como falso documental. Es vibrante, está lleno de planos cortos picados y utiliza la narración en tercera persona y la música de un modo muy reconocible, añadiendo en esta ocasión el recurso constante a romper la cuarta pared. Esto llama la atención y sirve para que el espectador se vea más cerca de la protagonista y empatice con ella y sus desdichas, pero acaba resultando algo cansino por insistencia.

Ya que hablamos de la protagonista, tanto Margot Robbie como su madre en la ficción Alison Janney están estupendas, pero particularmente esta última. Su labor, calificada como «desternillante» en ciertos medios (insisto: ¿qué película ha visto esa gente?), nos muestra a una mujer realmente siniestra. Centrada en utilizar a su hija para alcanzar todas las metas que ella nunca ha podido lograr por sí misma, llega incluso a pagar al espectador de una competición para que la insulte «porque Tonya patina mejor cuando está cabreada». Un hecho que al parecer ocurrió de verdad y refleja una personalidad enferma, pero no tanto por causa de una dolencia física o mental propiamente dicha como por la pobreza y sus consecuencias, y el ansia que impulsa a hacer cualquier cosa con tal de escapar de ella a la menor oportunidad.

Resultado: Aplausos. Con una barra de acero en la mano.

Ficha en la IMDB.

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