A principios de los años 70 muy pocos podrían haber imaginado que Alfredo Landa se convertiría en uno de nuestros mejores y más respetados actores. Olvidados sus inicios en el teatro, donde dio buena muestra de los mimbres que tenía como actor, Landa se hizo famoso persiguiendo suecas en una serie de filmes casposos que le hicieron acreedor de un peculiar honor: el de ser el único actor del mundo, que se sepa, que ha dado nombre a un género cinematográfico, el “Landismo”. Pero el cine, como la vida, da muchas vueltas, y a veces ofrece oportunidades que sólo los tíos grandes como Alfredo alcanzan a exprimir en su totalidad. Ni que decir tiene que este hombre las tuvo, y supo aprovecharlas para encaramarse al pedestal en que, merecidamente, se encuentra hoy. Con tales precedentes, cualquier escrito sobre él tiene que resultar a priori interesante.
¿Qué hacemos con los hijos? (1967), una de las primeras incursiones cinematográficas de Landa.
Sentarse a leer este libro es como sentarse ante el sofá del abuelo Cebolleta para escuchar sus batallitas, que es seguramente lo que hizo el autor grabadora en ristre, sin apenas tratar de entablar diálogo o profundizar en la conversación. Y ése es precisamente su mayor defecto: al principio puede resultar interesante, pero es algo que casi siempre termina cansando, y aquí se nota particularmente cuando el “abuelo” deja a un lado el teatro para empezar a relatar sus andanzas en el cine y comienza a acumular fechas, nombres y detalles, siguiendo un esquema bastante reiterativo además. Ejemplo: “En 1965 hice tal y cual película, bla, bla, bla, y conocí a fulano y a mengano, que eran bla, bla, bla. En 1966 participé en bla, bla, bla, y entablé relación con zutano y mengana que bla, bla, bla”.
Así todo el rato. Demasiado simple, este estilo de narración en línea cronológica tal vez pueda sostenerse durante un tiempo, pero acaba por aburrir. Sobre todo en la parte final, ya metidos en harina con los años 90, cuando la carrera de Landa comenzó a alternar infames teleseries para consumo de zotes mononeuronales (Lleno por favor) con insulsas naderías cinematográficas (léasé todo lo que rodó junto a Garci por aquel entonces). Y es una pena, porque estoy convencido de que con un enfoque distinto el libro podría haber dado más de sí, más aún tratándose de una biografía sobre un personaje como Alfredo Landa, que desde la primera página demuestra tener una memoria casi fotográfica y un verbo fluido e inteligente a la par que gracioso cuando es necesario.
El libro apenas escarba superficialmente en pasajes que podrían dar pie a momentos muy interesantes, mientras alarga en exceso hechos como el de la polémica por el enfrentamiento con Garci o el famoso “traspiés mental” a cuenta del Goya de honor de 2008. Unos hechos exprimidos sin duda para avivar las ventas, pero que parecen más propios de programas de telebasura y que en un libro supuestamente serio como este tienen, a mi juicio, tanto interés como una excursión turística por el Metrosur de Madrid.
El puente, de Juan Antonio Bardem (1977), considerada por el actor como su primera demostración al gran público de que podía ser algo más que «Landismo».
Evidentemente, Alfredo el Grande está pensado y montado con la idea clara de convertirse en best seller, con todo lo malo que eso implica. Se deja sentir en esa estructura tan simple, que no se complica apenas la vida, y en los tintes propios de prensa rosa. Todo ideado sin duda para “cazar” masivamente a lectores no demasiado exigentes. Y sin embargo yo no diría que el libro sea malo. Es cierto que va de más a menos: empieza muy bien y se va diluyendo hasta el tercio final, que sobra en su mayor parte y se podría haber resumido mucho. Muchísimo.
Si tuviera que recomendarlo lo haría por la primera mitad, un buen relato sobre cómo funcionaban los mundos del teatro y el cine en tiempos del Madrid Ye-Ye y los ministros del Opus, auténticos nidos de serpientes en los que el cotarro era controlado por una ralea de empresarios-cacique cuyos modos convertirían al señorito Iván de Los santos inocentes en un tipo simpatiquísimo y encantador. Eran otros tiempos, desde luego, pero en cierto modo mejores, aunque parezca increíble. Y no se trata de nostalgia gratuita: al menos, en aquella época había gente con talento dispuesta a todo para sacar adelante sus ideas.
(Este artículo fue publicado incialmente por Leo Rojo en COMPUTER-AGE.NET el domingo 18 de enero de 2009 y se reedita con el permiso de su webmaster. Sirve igualmente como homenaje a Alfredo Landa, fallecido en mayo de 2013 a los 80 años).