Pues pasa que te salen cosas como ESTA:
Ya hemos dicho en multitud de ocasiones a lo largo de la historia de esta web que en los ochenta Steven Spielberg era DIOS. Pero sólo de cara a la taquilla. La realidad es que el cineasta de Cincinnati siempre tuvo una espina clavada: quería ser como sus compañeros integrantes del Nuevo Hollywood que, durante los años setenta, se ganaron la alabanza unánime no sólo del público, sino también de la crítica.
Spielberg se había destetado viendo la televisión, con la que trataba de digerir el traumático divorcio de sus padres; pero como confesó en más de una ocasión, fue tras ver Lawrence de Arabia cuando decidió realmente que quería dedicarse al cine. David Lean era para él un espejo en que mirarse y en cuanto pudo trató de imitarle para aproximarse a amigos como Coppola, que tiempo atrás le habían mirado por encima del hombro y le consideraban un realizador «palomitero», imberbe y mojigato, con más ansias por medrar en la industria que por ganarse el respeto como artista.
Con los años las tornas cambiarían radicalmente: tras hacer una fortuna gracias a películas ultracomerciales y con Coppola en la ruina, Friedkin y Cimino defenestrados, De Palma en las sombras o Malick retirado, él y su amigo George Lucas se convirtieron en los amos de Hollywood. Pero no dejaban de ser dos niños grandes (excepto para hacer pasta. Para eso SÍ eran muy serios) a los que se consideraba como poco más que artistas de circo antes que de cine, pese al respeto que se les tenía por el hecho de estar forrados.
Spielberg haciendo un cameo en Poltergeist (1982), que también dirigió de tapadillo.
Spielberg siempre envidió a sus colegas del Nuevo Hollywood que en el fondo jamás le aceptaron como un igual. Por eso se fijó en cuanto pudo en proyectos «serios» con los que reafirmar su condición de cineasta, de artista de la cámara capaz de rodar algo más que chorradas sobre arqueólogos con látigo o marcianitos repelentes con voz de señora mayor. Pero es como cuando Arnold Schwarzenegger se convenció de que también podía hacer reír, permítanme la comparación. El resultado sólo podía ser uno y así se demostró con El color Púrpura, un fistro que no hay por dónde cogerlo porque a Spielberg no se le da bien ser una persona de verdad, así de claro. No era la primera advertencia sobre ello.
Pero igual que el Chuache no escarmentó tras protagonizar Los gemelos golpean dos veces, Spielberg tampoco. En realidad no ha escarmentado nunca, pero ésa es otra historia. Dolido por el fiasco de El color púrpura, que sólo funcionó en taquilla medio bien gracias al tirón popular de su director pero que en los Oscar se llevó un auténtico bofetón de advertencia (11 nominaciones y ni una estatuilla), Spielberg decidió que merecía redimirse y fijó sus zarpas en una historia escrita por el perturbado novelista J.G. Ballard e imaginada en celuloide por… David Lean. Steven quería producirla para que Lean la dirigiese, pero el cineasta británico, que había regresado con Pasaje a la India de un retiro de 14 años tras acabar hasta las narices del cine, estaba ya muy mayor para enfangarse en un proyecto tan difícil y no podía rodarlo. Turno para Steven, que siendo DIOS hizo y deshizo a su antojo. Y así salió la cosa, una vez más.
«Fijáos que aquí pongo un cartel de Lo que el viento se llevó para demostraros cuánta cultura cinematográfica tengo».
En realidad El imperio del sol no es mala película ni mucho menos, pero acusa todos los lastres que afectan a la filmografía de Spielberg casi en su totalidad hasta el punto de haberse convertido en clichés, encima magnificados cuando el realizador busca ponerse «profundo» y reflexivo. Aquí no podían faltar los niños irritantes en busca de su padre perdido ni una visión pacata y torticera de la Historia, y aunque Christian Bale actúa bien, su repelencia alcanza tales cotas que en más de una ocasión estamos deseando que un japonés le pegue un tiro en la sien, acabando así con el sufrimiento de todos y, para empezar, de los espectadores, obligados a aguantar algunos momentos de vergüenza ajena. Mucho mejor está ese pedazo de actor que fue (sí, en pasado) John Malkovich, en compañía del hoy olvidado Joe Pantoliano.
Que alguien le pegue cuatro hostias, por favor.
Y poco más, la verdad. En realidad casi podría escribirse un libro sobre la película (y lo hay: prueben a leer la Biografía no autorizada de Spielberg escrita por el crítico australiano John Baxter); pero a mí sinceramente no me apetece. Que sí, que El imperio del sol está muy bien hecha y tiene momentos francamente brillantes porque quien la rodó es, en el fondo, un gran cineasta. Pero no deja de ser Speilberg y lo que es peor: jamás dejará de serlo.
Después de todo, el tiempo pone a cada uno en su lugar y cabe pensar si las generaciones que vengan se acordarán de alguien cuyas mejores películas son productos filmados hace ya décadas con una clara intención comercial, cortoplacista y por tanto muy ceñidas a su época, razón por la cual están empezando a envejecer de forma alarmante a la par que su público. La única excepción es Tiburón, que no puede considerarse una película suya al 100% y tal vez por ello sigue siendo una maravilla. Si no, atiendan a la demoledora crítica que se hace de En busca del arca perdida en un capítulo de la teleserie The Big Bang Theory: bastan unas pocas palabras para desmontar uno de los grandes mitos del cine contemporáneo y dejarlo con las vergüenzas al aire.
Hoy Spielberg vive de los recuerdos de un pasado que cada vez es más lejano no sólo para él, sino también para el público que hoy pretende atraer pero considera que las películas que un día le hicieron grande están entre esas cosas viejunas que tanto molan a papá o a los abuelos. Es la clara demostración de que Spielberg no es Coppola ni jamás lo fue. Ni desde luego, tampoco David Lean. Incluso el público lo vio de este modo cuando El Imperio del sol se estrenó en 1987 y la película resultó un fracaso de crítica y público aún mayor que el de El color púrpura. Ni siquiera entonces colaron los intentos de Spielberg por ser tomado en serio.