Si tuviese que definir en pocas palabras la banda sonora de la película maldita por excelencia, diría que es muy interesante. David Mansfield solo tenía veintitrés años cuando entró a formar parte del elenco de La puerta del cielo, y lo hizo más que nada por ser el novio de la diseñadora de producción Joann Carelli, quien a su vez era muy amiga del director Michael Cimino.

Eso lo explicaría todo, pero Mansfield tampoco era un «piernas»: de reconocido talento y gran conocedor de la música folk y tradicional americana, no era ni veinteañero cuando empezó a colaborar con Bob Dylan, siendo elegido por el propio artista para formar parte de la banda que le acompañaría en su gira mundial de 1975. Por entonces Cimino solía otorgar roles importantes a gente con poca o nula experiencia en el cine y Mansfield tendría el suyo como autor de la banda sonora de su nueva película, faceta en la que debutaba. Quería hacerlo a lo grande aprovechando la ambición de un proyecto que en la mente de su director y guionista aspiraba a convertirse en una de las mayores epopeyas cinematográficas de la historia.

Acabó siéndolo, pero no en el sentido que todos esperaban, y pese a ser la música una de las pocas cosas salvables de aquel disparate, la carrera en el cine del pobre Mansfield jamás levantaría cabeza, afectada por un desastre cuya onda expansiva le alcanzaría hasta en forma de Razzie. Más allá de convertirse en el músico de cabecera del propio Cimino y compartir su malditismo en películas buenas pero que no iba a ver ni el Tato, el compositor se ha pasado las casi cuatro décadas transcurridas desde el estreno de La puerta el cielo trabajando en producciones de segunda. Fuera del cine le ha ido mejor: fue miembro fundador de The Range, la banda de Bruce Hornsby responsable de The Way It Is una de las canciones más emblemáticas de los ochenta, y aparte de seguir colaborando con Dylan ha trabajado con artistas de la talla de Jhonny Cash, Sam Phillips y hasta con Spinal Tap.

Nada puede compararse a la oportunidad de colaborar con esta gente. Absolutamente NADA.

La BSO de La puerta del cielo destaca por su intimismo, en consonancia al tono que Cimino quería darle a su película, perceptible desde los mismos créditos iniciales, prescindiendo de la grandilocuente música orquestal que cabría esperar en una superproducción del calibre de esta. Siendo una película que, como El cazador, tiene que ver con inmigrantes del Centro y Este europeo que intentan hacerse un hueco en la llamada «tierra de las oportunidades», la música está muy influenciada por la tradicionalmente asociada a esa zona del mundo, constituyendo la polka y el vals ejes básicos de numerosas piezas, adaptadas para la ocasión con los aires típicos del folk americano, lo que convierte a esta BSO en una fusión de estilos quizá algo chocante en ocasiones (llega a incluir una versión country de El Danubio Azul), pero que igualmente regala bellos momentos para el recuerdo.

Cimino consideraba vital el aporte de la música para dar veracidad a la película y no dudó en contar hasta con los miembros de la banda de Kris Kristofferson (el protagonista, músico antes que actor), pero estaba tan contento con el trabajo de su músico titular que le regaló una larga escena en la que comparte protagonismo con las estrellas del filme. El aniñado David Mansfield dio el pego como hábil violinista subido a unos patines, pero para su desgracia los cabrones de United Artist arrojaron la escena entera al suelo de la sala de montaje y no pudo verse hasta varios años después, cuando las televisiones por cable empezaron a emitir el montaje inicialmente previsto por Cimino de 219 minutos, luego reducido a 216 suprimiendo el intermission incluido en la última edición de la BSO, la completa, que es la que yo tengo.

Cientos de horas de ensayo a la mierda.

En resumen, una banda sonora bien hecha, que peca no obstante de repetitiva por el abuso que hace de algunas melodías concretas pero no por ello carece de grandes momentos. Especialmente en su inicio, gracias al partido que los músicos sacan de la combinación de guitarras, violines, mandolinas y mandoloncelos para crear una atmósfera evocadora y singular, capaz de transportarte a la era inmediatamente posterior al Far West cuando Estados Unidos, sin haber dejado aún de ser un país de indios y vaqueros, se preparaba para dar el salto que a primeros del siglo XX le auparía al rango de las grandes potencias mundiales. Un salto que a muchos de los ilusionados inmigrantes que con su esfuerzo contribuyeron a darlo, no les saldría gratis.

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