El neoyorkino David Shire (1937) está considerado como uno de los mayores talentos de su generación al tiempo que permanece como uno de los más desaprovechados e injustamente olvidados. Hijo de un profesor de piano, ya se le consideraba un prodigio incluso antes de ingresar en la universidad para estudiar Música (además de Inglés) y salir de ella graduado cum laude. Sin embargo, para comienzos de la década de 1970 aún seguía bregando en el barro con producciones de medio pelo, y Francis Ford Coppola decidió acudir al rescate consciente de su valía. Prescindía por tanto de su compositor de cabecera, su cuñado Carmine, pero sin abandonar la famiglia: Shire estaba casado por aquel entonces con la hija de Carmine, Talia, a quien le dio el apellido por el que es conocida.
Que todo quedase en famiglia no implicó que David Shire pudiese encontrarse a gusto, sino todo lo contrario: Francis le sometió a una gran presión, pidiéndole que empezase a componer antes incluso de iniciarse el rodaje e incidiendo en el uso primordial de un instrumento, el piano, en el que por lo demás Shire era un maestro consumado. Partiendo de una serie de encargos que el director le enviaba en función del contenido temático de secuencias enteras, al estilo de «la muerte de Harry» o «Harry vuelve a nacer», Shire supo captar a la perfección el carácter intimista de la película y el de su desasosegado y solitario protagonista, en el que plasmó su pasión por el jazz (Harry Caul aparece en varias ocasiones tocando el saxofón, incluyendo la escena final), utilizando acordes de manera obsesiva y perturbadoras distorsiones con el fin de imbuirnos en su creciente paranoia. Todo este cocktail de elementos se traduce en una banda sonora de apenas 36 minutos, en apariencia escasos para una película que dura dos horas largas, pero que merced a un uso deliberadamente puntual y perfectamente delineado (la pieza correcta en la escena adecuada durando lo estrictamente necesario) aporta la guinda de efectividad requerida al caso, ni más ni menos.