El titular lo dice todo, o casi: en estas fechas se cumple el centenario del nacimiento de Orson Welles, considerado por muchos como uno de los padres del cine. Para ellos, su lugar de nacimiento en Kenosha (Wisconsin) es un santuario como también lo es su tumba, señalada con una modesta placa en el pozo de una finca de Ronda sobre cuyo fondo se depositaron sus cenizas. Orson fue un enamorado de España, donde hizo grandes amigos que le facilitarían el rodaje de alguna de sus mejores y más recordadas películas. Que el aniversario de su nacimiento haya pasado prácticamente desapercibido en un mundo donde lo importante es lo importante dice mucho sobre cómo están las cosas en general y especialmente en el mundo del cine, que de todas formas nunca le trató con el respeto que se merecía. Con fama de rebelde, de tocapelotas, y lastrado por un afán de ser artista antes que comercial, lo que le convertía en veneno para las taquillas, llegó un momento en que a Orson nadie quiso darle trabajo y acabó arruinado, viéndose obligado a aceptar la caridad de su colega Peter Bogdanovich (otro artista que con el tiempo acabaría igualmente desempleado y en bancarrota), cobijándose en su casa para desesperación de su novia, la actriz y modelo Cybil Shepperd, para quien el orondo Orson no era más que un guarro que lo único que hacía era trincar vino y dejar colillas de puros por todas partes. A esa época pertenece una de las fotos más tristemente famosas del director:

En la actualidad, esta imagen podría interpretarse no ya como ilustrativa de la decadencia de un personaje, sino también de la decadencia del cine en general. Porque el cine hoy día no es ni mas ni menos que esto: una criatura decrépita que malvive de prestado. Como dije en su día de Luis Buñuel, si Orson Welles volviese de entre los muertos y viese cómo esta el percal, con gente que presume abiertamente de no ver películas anteriores a 2000 porque «son antiguas», seguramente regresaría corriendo a la tumba para no salir de ella nunca jamás. Y bien que haría.

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