Saigón. Mierda.

Aún sigo solo en Saigón. A todas horas creo que me voy a despertar de nuevo en la jungla. Cuando estuve en casa, durante mi primer permiso, era peor. Me despertaba, y no había nada. Apenas hablé con mi mujer, salvo para decir “sí” a su petición de divorcio. Cuando estaba aquí, quería estar allí. Cuando estaba allí… no pensaba más que en volver a la jungla.

Llevo aquí una semana. Esperando una misión. Desmoralizado. Cada minuto que paso en este cuarto me hago un ser más débil, y cada minuto que Charlie, como llamamos al Vietcong, se agazapa en la selva… se hace más fuerte. Al mirar a mi alrededor, las paredes se estrechan más.

Todos consiguen lo que desean. Yo quería una misión, y por mis pecados me dieron una.  Me la sirvieron en bandeja. Era una misión para elegidos, y cuando se acabara, nunca querría otra.

Me enviaban al peor sitio del mundo y aún no me daba cuenta. A una distancia de varias semanas y miles de kilómetros, por un río que serpenteaba por la guerra como el cable de un circuito principal conectado directamente a Kurtz. No fue accidente que yo me convirtiera en la memoria del coronel Walter E. Kurtz, como tampoco lo fue que yo volviera a Saigón. No hay forma humana de contar su historia sin contar la mía. Y si su historia es realmente una confesión… la mía también lo es.

(Martin Sheen. O Benjamin Willard, que para este caso es lo mismo).

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