Decir que la secuela de la mítica 2001 resulta inferior a su antecesora es, por evidente, poco menos que una pérdida de tiempo y de saliva. Sorprende hasta qué punto la película se encuentra conceptual y técnicamente por detrás de la original, contra lo que podría esperarse de un presupuesto cercano a treinta millones de dólares y los dieciséis años transcurridos desde el estreno de 2001. Su aspecto recuerda al de una producción sci-fi de serie B, tan de moda en los ochenta con el impulso de los videoclubes, obsoleta y barata incluso en el momento de estrenarse.
Rodada con un enfoque más comercial que el filme de Kubrick, con un guión que aprovecha el recrudecimiento de la Guerra Fría durante los primeros años ochenta y clarifica la significancia del Monolito, su interés radica más que nada en el reparto encabezado por Roy Scheider y en la presencia de Peter Hyams dirigiendo el cotarro, un tipo que siempre me ha caído simpático. De acuerdo que no es John Ford, pero a lo largo de su carrera ha demostrado solvencia para lidiar con toda clase de estofados, por lo general de bajo presupuesto.