La última película firmada por Mel Gibson como director antes de caer a plomo por el precipicio de la desgracia. A principios de este siglo, cosillas como desear la muerte de su exmujer Oksana Grigorieva no parecieron molestar demasiado en aquel Hollywood anterior a la moda del MeToo. Pero sí tuvieron más calado sus declaraciones antisemitas producto igualmente de su reaccionaria manera de pensar, azuzada por la adicción al alcohol que él trataría de utilizar como justificante de sus acciones. En vano, porque ya sabemos que hay cosas y cosas, sobre todo cuando muerdes la mano que te da de comer.

En general, estoy del lado de quienes no acaban de entender las alabanzas recibidas en su día por Apocalypto. Fiel a su mentalidad ultraderechista, Gibson volvió a facturar un producto violento y simplón que se resume en un puñado de tíos corriendo en taparrabos por un trozo de selva centroamericana persiguiéndose unos a otros. En ese sentido vendría a ser como la trilogía de El Señor de los Anillos (perfectamente resumible en «un montón de gente andando») pero filmando a la gente mientras corre en lugar de caminar durante el tercer acto, más sangrienta y con diálogos recitados en maya en vez de en élfico. Una chorrada que además se magnifica ante casualidades tan increíbles como la del eclipse utilizado como «patada a seguir» para impulsar la trama de forma totalmente inverosímil. Eso no quita para que la película se deje ver, pero tomada con pinzas y más que nada gracias a su espectacularidad visual. Particularmente durante el tramo que se desarrolla en la ciudad maya, tan brutal como cautivador.

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