Una de esas películas imposibles de entender fuera del contexto de su época, en este caso los reaccionarios años ochenta. Una década nefasta, donde germinan los conceptos neoliberales y ultraconservadores que rigen la sociedad actual, en una combinatoria letal.
Si en la década anterior el cine norteamericano había fiscalizado al poder y revelando sus abusos con películas como Todos los hombres del presidente o Apocalypse Now, la llegada de Ronald Reagan y su piara de acólitos a la Casa Blanca cambió todo eso radicalmente. Mientras cineastas como Costa Gavras las pasaban moradas para denunciar la abyecta dictadura chilena apoyada por Estados Unidos, el grueso de la industria se plegaba a los designios de los nuevos mandatarios. En vez de hacer reflexionar a la población como hubiese hecho antaño, el cine se encargó de distraerla mientras era vapuleada por medidas claramente perjudiciales, azuzando el espantajo de la falsa provocación y planteando debates absurdos e inanes en filmes tan estúpidos como Nueve semanas y media o el que nos ocupa. Ambos dirigidos por el británico Adrian Lyne, experto en estas lides como seguiría demostrando años después con Una proposición indecente. Con las élites afanándose en desmantelar el Estado del bienestar para redistribuir la riqueza en su beneficio aprovechando la caída del comunismo, Lyne planteaba a la audiencia cuestiones trascendentales de innegable calado social como: «¿aceptaría que su pareja se acostase con un millonario por dinero?»
Eso fue en 1993. Seis años antes Atracción fatal transmitía un mensaje en defensa de la sacrosanta institución del matrimonio con evidente fervor moralizante y un nada disimulado tinte machista: cuidadín con echar una canita al aire, no sea que la tía con la que te acuestes resulte estar como una chota. El debate que se planteó entonces, cuestionando si era pertinente romper una relación establecida aunque esta se encontrase anclada en la monotonía y fuese potencialmente insatisfactoria, dice mucho sobre la época y sus costumbres de igual modo que lo hicieron las reacciones del público asistente a los pases de prueba, que incitaron a cambiar el final inicialmente previsto, muy cabrón en forma y fondo, por otro más acorde a los nuevos tiempos que hacía hincapié en la validez de la ley del Talión y el derecho a matar en defensa propia, ahondando en el trasfondo machista del conjunto porque es la abnegada esposa quien acaba con la vida de la zumbada que acosa a su familia y acto seguido perdona a su marido, por considerar que no tiene culpa de haberle puesto los cuernos con una puta chiflada. Tan ridículo que, con el enfoque adecuado, podría haber dado pie a Berlanga para rodar una película con guion de Rafa Azcona.
Así lo vio Glenn Close, quien se opuso con vehemencia al cambio del final, sin éxito. Hasta Adrian Lyne expuso objeciones al respecto, pero los productores no tuvieron dificultades para sobornarle mediante un sustancioso cheque extra. De este modo Atracción fatal dejaba de ser un melodrama trágico en el que no quedaba claro quién era el villano y quién la víctima, para convertirse en un vulgar y arquetípico thriller psicológico con un segundo acto tirando a ramplón y un tercero que, en su desesperado intento por mantener el ritmo, acaba haciéndose cansino por reiterativo. Sólo se salva la interpretación de la mencionada Glenn Close, con diferencia lo mejor de una película perfectamente olvidable una vez la has visto, por retrógrada e insultante para cualquiera que tenga dos dedos de frente.