La octava colaboración de Martin Scorsese con su actor fetiche Robert De Niro, dio como resultado la última película de ambos merecedora de ser calificada como realmente grande. Transcurridas más de dos décadas, con ambos ya bien metidos en la tercera edad (y con De Niro pasando abiertamente del cine, que apenas le interesa a estas alturas más allá del festival de Tribeca que él capitanea), es muy dudoso que vuelvan a dar en el blanco como hicieron entonces.

Fue el escritor y guionista Nicholas Pileggi quien sugirió a Scorsese mantener la senda abierta gracias a Uno de los nuestros, que en 1990 había resucitado la carrera del cineasta tras una década, la de los ochenta, absolutamente nefasta para él. A Scorsese le gustó la idea y, como en el caso de Goodfellas, Pileggi le presentó una historia de mafiosos basada en hechos y personajes reales. Frank Rosenthal era un experimentado especialista en apuestas deportivas cuyo talento enseguida le llevó a hacer tratos con la mafia. Les hizo ganar un dineral y ellos, a cambio, le colocaron al frente de una de las mayores operaciones de desfalco jamás vistas en los Estados Unidos como director (en la sombra) de algunos de los mejores casinos de Las Vegas, que la mafia poseía igualmente de tapadillo. Aunque el guión cambie muchas cosas, buena parte de lo que cuenta en él sucedió realmente, incluyendo el atentado sufrido por Rosenthal con el que da comienzo la película. Hasta la marca y modelo del coche son idénticos a los que él llevaba en ese momento.

Poco más cabría decir de una película que básicamente es cojonuda. Por algo es igual que la filmada cinco años atrás, si bien posee la suficiente personalidad propia como para que resulte injusto, y hasta absurdo, juzgarla como una copia. Puntualmente es incluso mejor, empezando por los fabulosos créditos iniciales obra de Saul Bass, en su última colaboración con Scorsese antes de morir. El director neoyorkino aglutinó todos los elementos que convirtieron a Uno de los nuestros en una obra maestra para dar forma a un «largo» cuyas tres horas de duración se pasan como si nada.

La fulgurante sucesión de escenas, magistralmente empalmadas y narradas en off entre un maremágnum de lenguaje soez y música a todo trapo, desencadenada sin solución de continuidad, es como una ametralladora. No da un segundo de respiro, haciendo la película sumamente entretenida pero al tiempo sin llegar a apabullar al espectador, que no tiene problemas para enterarse de todo lo que ocurre frente a él gracias a una línea narrativa clara. Marca de la casa, tanto en materia de diálogos como a nivel visual, donde no se elude recurrir a lo explícito si se considera necesario. Como cuando Sam Rosthein (el alter ego de Rosenthal interpretado por De Niro) destroza a martillazos la mano de un tipo al que ha pillado trampeando en el casino junto a un compinche. Al enemigo ni agua, sin piedad. Y si el espectador tiene que verlo para darse cuenta, pues que lo vea.

Sin embargo, Casino no respondió en taquilla como se esperaba de ella, constituyendo un patinazo. En los Óscar fue directamente ninguneada en favor de cosas como Braveheart. Tan solo recibió una nominación para Sharon Stone, magnifica en su papel de la buscavidas Ginger. No ganó, pero al menos logró quitarse de encima el sanbenito de femme fatale que le había caído tras su participación en Instinto Básico. Al menos durante un tiempo.

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