La consagración del llamado cine de catástrofes. En 1972 el productor Irwin Allen y el director John Guillermin lograron un sonado éxito con La aventura del Poseidón, y decidieron que en adelante calcarían una fórmula magistral que parecía inagotable, basada en la utilización de grandes dispendios presupuestarios y la contratación de un reparto plagado de nombres famosos para obtener un producto sensacional (en el sentido sensacionalista del término), en el fondo bastante simple especialmente por su argumento, siempre idéntico: grupo de personas en un lugar X (preferentemente cerrado) sometido a toda clase de perrerías por culpa de un suceso catastrófico repentino e inesperado, que les pondrá a prueba y se cepillará a unos cuantos mientras tanto para solaz del respetable.
Eso es The Towering Inferno, ni más ni menos, cuyo éxito superó al de Poseidón no sólo aupándose a la cima de la taquilla mundial en 1974, sino también aglutinando hasta siete nominaciones al Oscar (incluyendo Mejor Película) y ganando tres, convirtiendo definitivamente al cine de catástrofes en género propio. Basada en dos novelas de medio pelo con idéntica temática, una adquirida por la Fox y otra por el propio Irwin Allen, volvía a demostrar que las películas suelen reflejar el momento en que se filman: al inicio de los años setenta la construcción de rascacielos estaba de moda en Estados Unidos y el futuro vaticinaba un rosario de megaconstrucciones verticales diseminadas por todo el país, lo que hizo que algunos pusiesen en duda su seguridad ante casos como el de un incendio, que los convertiría en ratoneras mortales.
Dinero a la vista para los dueños del cotarro cinematográfico y más en concreto para Irwin Allen, que ante la posibilidad de tener que competir con su producto contra otro idéntico y perder pasta, negoció hasta conseguir por vez primera que dos majors de Hollywood (Fox y la Warner) se uniesen para financiar una película y repartirse los beneficios. Una vez sellado el acuerdo sólo quedaba tirar de la abundante chequera conjunta disponible para construir hasta 57 decorados, conjugarlos con una buena ración de los mejores efectos especiales y contratar una constelación de estrellas dispuestas a lucir palmito, con dos de las más populares compartiendo cabeza de cartel, sueldo y hasta líneas de diálogo en el guión para evitar suspicacias de ego, si bien Paul Newman, un hombre discreto que para nada gustaba de rodearse con la aureola propia de una estrella de cine, acabaría un poco hasta las narices de Steve McQueen y sus ganas de figurar imponiéndose a toda costa frente a su compañero.
Sale hasta O.J. Simpson, antes de convertirse en protagonista de su propia película.
Pero dejemos ya las trivialidades recopiladas de la IMDB y pasemos a juzgar una película que fue clásico del cine de evasión y pasto habitual de emisiones televisivas durante años. Con sus casi tres horas de duración, El coloso en llamas se hace un pelín larga, pero continúa siendo un entretenimiento de primera fila especialmente en su primera mitad, utilizada en estos saraos para presentar al numeroso reparto e impulsar la trama gracias a la catástrofe de turno.
Teniendo en cuenta el peso de los efectos especiales en esta clase de superproducciones y los catorce millones de dólares gastados en su día, las más de cuatro décadas transcurridas desde el estreno no pesan demasiado en el aspecto técnico, que aún se mantiene digno y permite esconder las carencias de lo que no es sino un entretenimiento burdo y directo con un guión poco trabajado, habitual en filmes como este, cuyos responsables únicamente pretendían llenar sus bolsillos apelando al morbo de los espectadores, cubriéndolo todo con buenas dosis de espectáculo. En este caso no hace falta mencionar que alcanzaron su objetivo con creces.