“Vuelve Conan… ¡más iracundo que nunca!” Con esta frase acertaron a promocionar el estreno de la secuela de Conan el Bárbaro, que contrariamente a las expectativas no funcionó como se esperaba e impidió la producción de una nueva secuela con la que cerrar una trilogía. De alguna forma, el productor Dino De Laurentiis concluyó que si Conan el Bárbaro había recaudado “x” siendo una película calificada para mayores de diecisiete años, Conan el Destructor recaudaría el doble si se hacía con un guión apto para todos los públicos, apartando del proyecto al director John Milius para sustituirlo por el mucho más dúctil Richard Fleischer, en decadencia y con una acuciante necesidad de trabajar.

En sus memorias, Arnold Schwarzenegger afirma que se opuso con vehemencia a las decisiones del italiano, un hombre con el que no se llevaba nada bien, y que lo único positivo de la experiencia fue el millón de dólares limpios que cobró por su trabajo, al que estaba ligado por contrato y al que no podía renunciar sin meterse en un embrollo judicial que no le salía a cuenta. Si bien no es tan rematadamente mala como la pléyade de imitaciones que surgieron tras el éxito de Conan el Bárbaro, se nota que la película está hecha con mucha menos pasión que su antecesora, casi facturada como el producto de una cadena de montaje, y ni siquiera la aparición de Grace Jones hace que remonte el vuelo. El edulcorado guión es una patética retaíla de clichés y personajes abofeteables con la mano bien abierta. El primero el del ladrón interpretado por Tracey Walters, protagonista involuntario de uno de los momentos más disparatados y bochornosos en la historia del cine cuando suelta esta frase: “¿Qué somos? ¿Una institución benéfica?” Cimmeria, precursora del Estado social.

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