Cuando hace años fui a ver esta película al cine acompañado de un amigo en horario de máxima afluencia de público, tras la proyección ninguno de los dos conseguía entender que hubiésemos sido casi los únicos espectadores de la sala. Porque si bien tenía algunos defectos gordos, Días extraños nos había gustado bastante y para nada se merecía semejante indiferencia. Además la cinta venia apadrinada por James Cameron, la idea argumental era muy buena y el plantel de actores resultaba muy atractivo, con un protagonista en la cumbre de su fama y un reparto solvente en el que se adivinaban nombres como los de Juliette Lewis, Vincent D’Onofrio y Michael Wincott en uno de sus típicos papeles de malo. Pero nada pudo evitar un nuevo fiasco para la directora Kathryn Bigelow, a la sazón exmujer de Cameron y a quien la suerte parecía no acompañar. Nadie hubiera apostado en ese momento que acabaría ganando un Oscar años después.
Como ya ocurría con su anterior película, Le llaman Bodhi, el problema de Días extraños está en el guion, pésimamente desarrollado, alargado de manera totalmente innecesaria y con un final que es un insulto a la inteligencia. Una pena, porque como ya dijimos antes, la idea de partida es muy buena y ello permite que la primera media hora resulte casi fascinante, destacando la magnífica secuencia inicial filmada con la ayuda de una novedosa steadycam en cuyo desarrollo se invirtió cerca de un año. Como suele ocurrir en estos casos, el «malditismo» derivado de su estrepitoso fracaso ha hecho que con el tiempo Días extraños haya ganado estatus como peli de culto entre una numerosa comunidad de fans, y si bien no cabe considerarla entre las grandes obras maestras del cine, es disfrutable y permite que quienes la vean por vez primera puedan preguntarse por qué en su día no fue a verla casi nadie, excepción hecha de un servidor y cuatro pirados más.