Junto a Nosferatu, la versión producida por Hammer Films en 1958 y la (aburridísima) cinta rodada por Coppola en los noventa, estamos ante la película más famosa jamás filmada sobre el mito de Dracula. En lo relativo a anécdotas poco cabe comentar: por ahí tienen ustedes la Wikipedia inglesa para nutrirse a gusto. Lo mismo cabe decir sobre el protagonista, Bela Lugosi, al que su personaje acabó vampirizando, y perdonen el chiste fácil. Ciertamente él se lo buscó: estaba tan ansioso por repetir en el cine el papel que ya había interpretado (con mucho éxito) sobre los escenarios teatrales, que aceptó un salario de mierda con tal de imponerse a sus rivales para el puesto, el principal de los cuales era Lon Chaney, considerado entonces como el actor por excelencia del cine de terror. Ni que decir tiene que Dracula funcionó muy bien pese a nacer lastrada por el infame Código Hays y la Gran Depresión, culpables de cercenar las ambiciones iniciales de quienes habían impulsado el proyecto.
Sobre la película, verla transcurridos noventa años desde su estreno es una experiencia curiosa a la par que estimulante, más allá de lo ingenua que pueda resultar hoy, o de que nos parezca o no entretenida. En 1931 no hacía ni un lustro del nacimiento «oficial» del cine sonoro (en 1927 con El cantor de jazz) y este Dracula conserva muchos rasgos propios del lenguaje cinematográfico mudo, como la expresividad facial de los actores o el uso del maquillaje para realzarla en los planos cortos, acompañada a su vez de una cierta escasez de diálogos. Tampoco hay música original: crear música exclusiva para una película era, por aquel entonces, una labor que salía demasiado cara, y se consideró innecesaria.