José Luis Garci emergió a finales de los setenta como una de las figuras indiscutibles del nuevo cine español junto a colegas como Jorge Grau, Carlos Saura o Narciso Ibáñez Serrador. Tras encadenar una serie de éxitos con Asignatura pendiente, Solos en la madrugada y en especial Las verdes praderas, para su nuevo proyecto decidió homenajear al cine negro clásico de los años cuarenta, apoyándose en una historia sobre un investigador privado, antiguo detective de la policía caído en desgracia, al que le encomiendan un caso aparentemente rutinario sobre la desaparición de una chica.

Siendo esta una película atípica para lo habitual en el cine español por su argumento y un plan de rodaje que incluía escenas filmadas en la ciudad de Nueva York, su gestación no estuvo libre de problemas. Al principio Garci tuvo complicaciones para financiarla, y cuando por fin consiguió el dinero los productores se negaron en redondo a aceptar a Alfredo Landa, actor encasillado en roles cómicos, como protagonista. Garci y Landa se habían hecho amigos durante el rodaje de Las verdes praderas, y empeñado en su propósito de darle el protagonista a Landa enfrentándose a quien hiciese falta, el director estuvo a punto de cancelar el proyecto. “O la hago con Alfredo o no la hago”, llegó a decir, así que al final se salió con la suya. El calendario de rodaje era muy apretado y Garci decidió rodar en Nueva York sin esperar los permisos necesarios para así ahorrar tiempo, lo que le obligó a estar con un ojo pendiente de la cámara y otro de la policía. Una vez estrenada, las críticas fueron variopintas y la taquilla no respondió como se esperaba, por lo que El crack dejó a Garci un sabor tirando a agridulce pese a que, tal como cuenta Alfredo Landa en sus memorias, los productores llegaron a disculparse públicamente ante él por haberse opuesto a que el actor protagonizase la cinta.

La escena inicial traía de cabeza a un Landa consciente de su encasillamiento y preocupado por la responsabilidad: «Si por casualidad alguien se reía viendo esa escena sería un desastre, la cosa ya no tendría remedio».

Al final El crack ha quedado como uno de los mejores ejemplos de cine negro jamás hechos en España pese a que durante un tiempo estuvo relegada al olvido. El guión de Horacio Valcárcel es excelente y Landa está colosal dando vida al hierático y adusto Germán Areta, metido hasta las cejas en un papel situado en las antípodas de lo que solía hacer hasta entonces, sin atisbo alguno para la comedia. Su excepcional trabajo serviría para que Mario Camus le tuviese en cuenta a la hora de elegirle para el que habría de ser el papel de su vida: el de Paco «el Bajo» en Los santos inocentes. Los secundarios, con Miguel Rellán, el añorado José Bódalo y María Casanova al frente no se quedan atrás. La fotografía y la música ponen la guinda perfecta a la hora de retratar un Madrid triste, descuidado, melancólico y gris con la Gran Vía, esa calle que un día quiso parecerse a Broadway con sus cines y teatros y que hoy parece más un enorme centro comercial de baja estofa, como eje vertebrador de una historia que, efectivamente, cumple de sobras su intención de rendir homenaje a las mejores películas del cine negro clásico.

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