Clásico indiscutible desde el instante mismo de su estreno en las Navidades del ya lejano 1973, que aún hoy sigue siéndolo merced al uso de referencias a «la niña de El exorcista» en el lenguaje coloquial. Llevaba bastante tiempo sin verla, y pude constatar que sigue plenamente vigente. Por muchos motivos, pero en especial por uno: contrariaente a lo que se estila en el cine de terror actual, El exorcista insinúa más de lo que muestra. Apela a la psique del espectador, y por eso funciona a las mil maravillas en pleno siglo XXI. Nadie lo hubiese imaginado durante la fase de rodaje, con el director William Friedkin convertido en alter ego de la niña poseída que protagoniza la película (en el plató le apodaban Wacky Willy, William el Loco). Cosa que, por lo demás, había sido durante toda la vida.
Porque Billy Friedkin, como buen «endemoniado», es un personaje fascinante. Nacido en el seno de una familia de clase baja, despreciaba a su padre por su falta de ambiciones: nunca quiso arriesgarse para intentar darle una vida mejor a su familia, conformándose con trabajos de poca monta con los que siempre vivía al día. De chaval Friedkin era una birria de sólo metro y medio de estatura, pero no se amilanaba ante nada ni ante nadie y siempre andaba metido en líos, al punto de que llegó a ser detenido por robo a mano armada. Al crecer se reveló como un jugador de baloncesto bastante pasable, pero si alguna vez pensó que podría jugar profesionalmente enseguida cambió de idea en cuanto se aficionó al cine, y comprobó que la naciente televisión requería con urgencia mano de obra tanto delante como, sobre todo, detrás de las cámaras.
Dotado con un talento natural, ascendió con rapidez a labores de dirección y enseguida se labró fama de contestatario e hinchapelotas: contratado para dirigir un episodio de La hora de Alfred Hitchcock, tuvo un «enganchón» con el mismísimo Hitch por negarse a llevar corbata en el rodaje. Enamorado confeso del cine francés inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, se le consideraba un realizador «de arte y ensayo» hasta que dio el pelotazo con French Connection en 1971. El enorme éxito cosechado convirtió a Friedkin en millonario, pero elevó su ya desmesurada egolatría hasta niveles satelitales.
A tal punto llegó que en el plató de El exorcista se sentaba en una silla alta en cuyo respaldo podía leerse la frase «Ganador del Óscar por French Conection« al lado de su nombre. A Friedkin le contrató el propio William Peter Blatty, autor de la novela original, del guión para la cinta y productor de la misma. Ambos se conocieron cuando Blatty le presentó otro guión años atrás y Friedkin poco menos que se lo tiró a la cara, espetándole que era la peor mierda que había leído jamás. Lejos de enfadarse, al escritor le gustó esa actitud pendenciera y decidió pedir a William que dirigiese El exorcista, contratándole por 380.000 dólares y un porcentaje de la taquilla, todo pagado de su bolsillo.
Eso no impidió que Friedkin tratase a Blatty con desdén (por decirlo suavemente) ni que su temperamento se desfogase desde el minuto cero. Cuando vio los decorados por primera vez, despidió al responsable de manera fulminante e hizo reconstruirlos todos. El rodaje de la primera secuencia se demoró porque a Wakcy Willy no le gustaba cómo se freía el bacon de una sartén y tuvo a un lacayo recorriendo Washington durante días, hasta encontrar otro que se cocinaba como él quería. Mandaba repetir las tomas una y otra vez, sin importarle el riesgo que pudiera comportar para la integridad física de los actores (Ellen Burstyn, la actriz que interpreta a la madre de Regan, acabó desarrollando una dolencia crónica en la espalda). Los artesanales aunque elaborados efectos especiales fueron un quebradero de cabeza, y el aire acondicionado necesario para enfriar el plató en determinadas escenas costó una fortuna…
Así una tras otra y, en consecuencia, los tres meses previstos de rodaje se convirtieron en doce y el presupuesto se desbordó, hasta el punto de que los ejecutivos de la Warner creían que el estudio iría a la bancarrota. Aunque se quejaban, les tocaba tragar sapos y aguantar las réplicas del director, sobradas de prepotencia y rematadas generalmente con un «¡Pues despedidme!», siempre haciendo gala de su dichosa altivez. Alguno dirá que qué bien, que cómo mola un tío así, sin pelos en la lengua para soltarle cuatro frescas al miserable capitalista explotador de turno. Por favor, no le tengan en tan alta estima: aparte de saberse a resguardo en virtud de un contrato que le hacía casi intocable, Friedkin era un ser manipulador, ruin y trapacero, que maltrataba física y psicológicamente a todo el mundo. Empezando por su novia de entonces, la bailarina australiana Jennifer Nairn-Smith.
Le prohibió bailar, y tras animarla a tener un hijo con él la obligó a abortar. ¿Ven a qué refiero?
Leyendo el párrafo anterior suelto y desprovisto de los detalles que lo sitúan en contexto, cualquiera diría que estamos ante uno de esos relatos sobre películas destinadas a fracasar tras un rodaje infernal, tan abundantes en la historia de Hollywood. Y no, miren por dónde. A día de hoy El exorcista aún figura entre las diez películas más taquilleras de la historia, ajustando precios a la inflación. Nada más estrenarse generó 89 millones de beneficio bruto sólo en los cines americanos, lo que no está mal teniendo en cuenta que en esa época una entrada de cine se pagaba a tres dólares. Y todo sin necesidad de orquestar una campaña publicitaria muy estridente: ya se encargaron los puritanos – imbéciles de siempre de dar resonancia a la película gratuitamente, afirmando entre otras cosas que quien la viese, se condenaría para toda la eternidad. Lejos de dañar su imagen, quienes animaban a un boicot solo lograron aumentar la curiosidad del público hacia ella, convirtiéndola rápidamente en un fenómeno cultural que ha perdurado hasta hoy.