Quizá el drama carcelario más famoso del cine junto a Fuga de Alcatraz y La gran evasión. Su éxito sería fabuloso. Entre el público general; pero especialmente entre el colectivo gay, por la inclusión de las célebres escenas en las que Billy Hayes y un compañero aparecen tonteando y mantienen un conato de encuentro sexual bajo la ducha, que el protagonista finalmente rechaza. Esas escenas apenas duran segundos y hoy podrán parecernos realmente ingenuas, pero en su día eran muy atrevidas para una película comercial y los homosexuales de todo el mundo, sometidos entonces a un ostracismo horrible incluso en los países más desarrollados, las consideraron un paso al frente para normalizar su visibilidad. Y eso que los productores no se atrevieron a llegar más lejos, porque en la vida real Hayes admitió haber mantenido relaciones con otros tíos mientras estaba en prisión.
Como ya todos sabrán, El expreso de medianoche se basa en el libro homónimo que Billy Hayes escribió en parte como venganza contra los turcos, a quienes muestra como pura chusma. Algo que destaca aún más en el guión escrito para el largometraje por Oliver Stone, que aparte de tomarse numerosas licencias resulta extremadamente maniqueo: hasta los turcos más afables dan mal rollo y exhiben un aspecto físico repulsivo. Los jueces que condenan al protagonista parecen vampiros, y en general Turquía y sus habitantes son retratados como una sociedad medieval, sucia y oscura. Incuso Hayes consideró excesiva esta imagen y acabaría pidiendo disculpas públicamente durante un viaje a Estambul, años después de su cautiverio.
Eso no quita para que, gracias al susodicho guión, El expreso de medianoche sea un largometraje más que decente. Aunque resulta tenso (con la escena inicial, la del aeropuerto, fabulosa en ese sentido) y por momentos desgarrador, difícilmente puede ser más entretenido porque carece de altibajos. Gran labor de los actores. En especial de John Hurt y el malogrado Brad Davis, un personaje a la altura del propio Hayes por su tremebunda biografía. Y para rematar, ambientación directamente soberbia: ante la (lógica) negativa del gobierno turco para filmar en su país, los diseñadores de producción hicieron un magnífico trabajo «disfrazando» una fortaleza maltesa del siglo XV para que diese el pego como la peor cárcel sobre la faz de la Tierra.
Imagen de la prisión de Sultanahmet, primera de las tres chironas turcas en las que el verdadero William Hayes estuvo internado hasta lograr fugarse. Hoy es un hotel de lujo (!).