Resulta increíble que un actor como Kirk Douglas, con una carrera larga, prolífica y cuajada de papeles memorables, sea recordado básicamente por sólo dos películas: Espartaco y esta The Final Countdown, donde el protagonismo ni siquiera recae en él sino en un moderno portaaviones de la U.S. Navy que, repentinamente y sin explicación, se ve atrapado en medio de un extraño fenómeno que lo hace retroceder en el tiempo hasta la víspera del ataque japonés a Pearl Harbor en diciembre de 1941. El dilema que se le planea a la tripulación es evidente: cumplir con el deber y defender su país intercediendo en la historia, o permitir que esta siga su curso.
Convertida hoy en un pequeño clásico de la ciencia ficción, Douglas se avino a producir la película para hacerle un favor a su hijo veinteañero Peter, que quería trabajar en el cine. Con el guión bajo el brazo se valió de su influencia para ganarse el favor de la Armada estadounidense, que dio carta blanca al equipo de filmación para rodar dentro de su portaaviones más moderno y hasta permitió participar como actores a algunos miembros de la dotación. Por tanto no ha de sorprender que El final de la cuenta atrás sea antes un publireportaje, que utiliza numerosas tomas sobre las operaciones en el barco e imágenes de archivo para llegar a duras penas a los cien minutos de duración. Lo que sobra es la película propiamente dicha, realizada con un presupuesto muy modesto y tan simplona que no merece mayor comentario más allá de las sorprendentes dificultades que acarreó rodarla. Filmar reactores actuales volando junto a cazas de la Segunda Guerra Mundial fue más complicado de lo que se podría suponer, y dadas las diferencias abismales que los separaban incluso estuvo a punto de producirse algún accidente muy grave. Hubo retrasos y Kirk Douglas, fiel a su fama de hijo de puta, no vaciló a la hora de ejecutar algún que otro despido…
En su descargo y en el de los demás implicados en la película, ya recibiesen una patada en el culo o no, hay que reconocer que al menos lograron facturar un entretenimiento decente, porque nadie pretende buscarle tres pies al gato en ningún momento: al barco se lo traga una especie de torbellino muy raro que parece provocar unas jaquecas y espasmos musculares de aúpa, todo el mundo se vuelve loco porque no sabe qué cojones pasa y punto pelota, no hace falta explicar nada más. Cabe imaginarse qué haría sido de una película como esta en manos de Christopher Nolan.
Para acabar, destaquemos la presencia como productor asociado de Lloyd Kaufman. Sí, el jeta fundador de la Troma, que aquí además se comportó como un auténtico impresentable al pasarse todo el rodaje echando mierda sobre el equipo mientras peloteaba a los Douglas sin el menor rubor. También de John Scott a cargo de la música, una de cuyas obras magnas ya tuve ocasión de comentar por aquí. Su partitura es un «ni fú ni fá» a la altura de la mayoría de su trabajo, pero se deja escuchar.