Si tuviese que definir con una sola palabra las dos películas de El hobbit que me tragué el pasado fin de semana, esa palabra sería «NADA».

Como no me apetece mover un dedo subiendo los acostumbrados pantallazos del televisor (ni mucho menos escribir nada), me limitaré a poner aquí los comentarios que hicimos un colega y yo en mi muro del Facebook. Con eso basta y sobra:

Krakmann Ika: Son repugnantes. Ojalá fueran nada, yo las veo y me pongo de mala hostia.

Leo Rojo: Yo hubo momentos en que no sabía si reir o llorar, de puros ridículos que se que ven. Como los homenajes a Disney, con esas canciones en la primera pinícula. Una loa perpetua a la oligofenia, como lo es sacarse de la manga un montón de chorradas para llegar a las tres horas de sacacuartos. Lo hacen en Bollywood y es motivo de risa; lo hace un freak retardao, pasándose además un libro por el forro de los huevos, y miles como él se llevan la mano al paquete.

Krakmann Ika: Yo creo que lo que peor llevé fueron los «toboganes», las persecuciones imbéciles. Por no hablar del rey trasgo chistoso, el Legolas absurdo de la segunda metido con calzador y montando el circo, el desastroso final de la segunda con el dragón y los toboganes… En fin, un puto despropósito.

Leo Rojo: Lo que más me sorprende, insisto, es que las turbas de pajilleros, pagafantas y demás clones del dueño de La Mazmorra del Androide no hayan salido a las calles a quemar papeleras y a tomar el Congreso como protesta. Al contrario: como es Tolkien y es Jackson, pues mola un millón. Si Jackson enfoca un zurullo de perro, rueda su descomposición durante nueve horas y lo proyecta a trozos en los cines como una trilogía avalada por Tolkien y Guillermo del Toro, lo hubiesen jaleado igual.

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