Y Leonardo DiCaprio consiguió su Óscar. Ya podemos descansar en paz, porque diríase que la Academia se lo concedió para que dejase de dar la murga con el tema. No cabe otro razonamiento tras ver El renacido, cuando actores con mucho más talento como Peter O´Toole fueron sistemáticamente ninguneados (y durante una época en la que además se hacían películas generalmente mucho mejores) mientras que a DiCaprio, que aquí tiene hasta cinco dobles (eso pone en los créditos) y trajo al set peluquero y chef propios, se le premia básicamente por poner cara de estreñido durante dos horas y media larguísimas.
Película de esas de «¡Qué bonita es la fotografía!»: en efecto, la fotografía es magistral, pero no esperen rascar nada destacable más allá de eso. Acaba siendo un tostón, con el aderezo de alguna que otra gilipollez como la que desata el hilo central de la trama, que es del todo imposible creerse, y el propio carácter del director como guinda al pastel. Iñarritu es un plasta, un pretencioso y un pedante, y aquí tampoco puede evitar restregárnoslo. Lejos quedan ya los días de su debut en la dirección con la que es, también de lejos, su mejor película: Amores perros.
«¡Joder, me estoy cagando y no puedo soltarlo!»
«¡Mierda, sigo sin poder cagar! ¡ALEJANDRO, MI REINO POR UN ENEMA!»
«De eso nada, Leo. Quiero que mantengas esa cara hasta el final del rodaje».
Premiado por pasar seis semanas sin plantar un pino. Bien pensado, lo merecía.