Si hay una película que pueda asociarse como pocas a la palabra “censura” ésa es sin duda El último tango en París. El marrano de Bernardo Bertolucci utilizó sus fantasías sexuales para dar forma a esta historia en la que dos personajes anónimos (él un maduro atormentado; ella una niñata pija prometida con un gafapasta aspirante a director de cine) se encuentran por casualidad mientras visitan un piso en alquiler y sin más se ponen a follar. Y como el fornicio en común les ha molao, a partir de entonces deciden quedar regularmente en el piso para seguir fornicando.

Cuesta creer que una película con un argumento en apariencia tan vacío esté tan mitificada a día de hoy, y buena parte de culpa la tiene la censura de que fue objeto allá donde se exhibió, con España como paradigma: prohibida por el régimen franquista, impulsó el inaudito trasiego de miles de personas hacia la frontera francesa para verla, donde los cines se adaptaron al nuevo modelo de negocio proyectándola con subtítulos en castellano. Sea como fuere, Bertolucci quiso liarla parda y lo consiguió jugando la baza de la polémica para obtener publicidad gratuita, mostrando al público una visión del sexo anticlimática y depravada. Algo que terminó reportándole un notable éxito de taquilla, amén de dos nominaciones al Oscar (Director y Actor para un espléndido Marlon Brando). Compensaba así un rodaje dificultoso por sus enfrentamientos con el propio Brando y con la actriz Maria Schneider, que siempre renegó del filme por haber destrozado su carrera e incluso a ella misma, pues acabó mentalmente perturbada y enganchada a las drogas.

Lo cierto es que si uno se aventura a ver la película sin haber leído antes alguna crítica sesuda que explique medianamente sus entretelas, es casi seguro que acabará por preguntarse: “¿Y tanto follón para esto?” Porque las escenas de sexo, muy pocas en realidad, no son para rasgarse las vestiduras ni siquiera cuando la película se estrenó en 1972 (por ejemplo la escena de la violación en Frenesí de Alfred Hitchcock, estrenada ese mismo año, resulta mucho más chunga y perturbadora que la celebérrima escena de la mantequilla, todo sin necesidad de enseñar cacha gratuitamente); y los desnudos frontales de la Scheinder (siempre ella; Brando se negó en redondo) parecen estar ahí más que nada para que los tíos se sientan tentados a llevarse la mano al paquete en la oscuridad de la sala. Todo diluido en dos larguísimas horas de metraje que en principio iban a ser cuatro (¡!) y mucho diálogo melifluo y pretencioso, que tampoco es que sea absolutamente determinante en el discurrir de la película, más teniendo en cuenta cómo acaba. Eso sí: formalmente está muy cuidada, y la fotografía de Vittorio Storaro es cojonuda, como siempre.

El matojo de la Schneider o la precuela de El bosque de M. Night Shyamalan.

Total, que cabe preguntarse qué habría sido de El último tango en París sin el vital impulso de la censura y la ristra de tijeretazos, prohibiciones y calificaciones “R” o directamente “X” que ésta le otorgó en todo el mundo. El ejemplo de Soñadores, que básicamente es la misma película pero sin la publicidad regalada por los censores de turno, nos puede dar alguna pista. Porque la censura en cualquiera de sus formas no deja de ser un fenómeno pacato, anacrónico y, como dijo en su día el gran Elías Querejeta, “propia de mentes torcidas”. De mojigatos y meapilas que (y esto es lo más irónico) suelen lograr con sus prohibiciones lo contrario de lo que pretenden.

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