Uno de esos casos en los que el título impuesto a un largometraje por su distribuidora española me parece más acertado que el original The Right Stuff, por aquello de la ambigüedad que la palabra stuff posee en el idioma inglés, y que en este caso daría al título un matiz algo extraño traduciéndolo literalmente (algo así como La gente adecuada). Elegidos para la gloria es mucho mas conciso y aclara bastante al espectador por donde van los tiros, sin llegar tampoco a destriparle la película en caso de que quiera enfrentarse a sus más de tres horas de duración, tarea que puede llegar a ser ardua si uno es especialmente sensible al patrioterismo más chusco. Y aquí se van a encontrar una buena dosis, advertidos quedan, razón por la cual sorprende que esta generosa superproducción resultase un fiasco en su país natal, muy dado a glorificar esta clase de panfletos y más en plena era Reagan.

En esas circunstancias llama la atención que Elegidos para la gloria no funcionase, dejando a sus productores al borde de la quiebra: en las taquillas ni se acercaron a recuperar los 21 millones que les había costado rodarla, y si contamos con que una película debe recaudar al menos el doble de su presupuesto para empezar a rentar, queda claro el batacazo que se pegó. Evidencia, por otra parte, de que el público que acudía a los cines en 1983 era mucho más culto y estaba mucho mejor surtido de buenas películas que el actual. Del mismo modo, el hecho de que Elegidos para la gloria haya acabado incluida en los fondos de la Librería del Congreso estadounidense en 2013, al lado de joyas como Ciudadano Kane o Centauros del desierto, evidencia el enorme retroceso experimentado por la sociedad occidental en poco más de tres décadas. Definitivamente Reagan y sus sucesores han hecho un buen trabajo. No lograron resultados inmediatos, pero salta a la vista que saben trabajar a largo plazo.

Como suele ocurrir en casos como este, el making off resulta mucho más interesante que el resultado final del mismo. El novelista Tom Wolfe había escrito The Right Stuff en 1979 buscando levantar el ánimo del pueblo americano, desmoralizado tras una década llena de sobresaltos en que la hegemonía mundial de los Estados Unidos quedó más en entredicho que nunca tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Su relato, centrado en los gloriosos inicios de la conquista espacial, se convirtió de inmediato en un best seller y United Artist no tardó en adquirir los derechos, pero para que se hagan una idea de la clase de filme que deseaban rodar baste decir que el director iba a ser John G. Alvidsen, responsable de esa acaramelada oda a los valores de superación del pueblo estadounidense que es Rocky. Hasta ficharon al responsable de su banda sonora, Bill Conti, pero entonces llegó el cataclismo de La puerta del cielo y con él la quiebra de UA. El proyecto quedó temporalmente en suspenso hasta que The Ladd Company lo compró, pero para entonces Alvidsen se había caído del cartel y su sustituto, el mucho menos capaz Phillip Kauffman, decidió prescindir del guión original obra del gran William Goldman y escribir uno propio en menos de seis semanas. Goldman había eliminado el personaje de Chuck Yeager al considerar, con buen criterio, que su presencia sobraba y era mejor centrar la narración en los siete héroes del programa Mercury. El nuevo director – guionista no estaba de acuerdo y decidió reintroducirlo aún a costa de romper la continuidad de la película (Yeager era aviador, no astronauta) e inflar el metraje.

El resultado es poco menos que calamitoso: un buen día, Yeager se entera de que un piloto se ha matado tratando de superar la barrera del sonido, y tras contemplar el Bell X-1 durante unos segundos se dice «bah, esto es pan comido», y al día siguiente rompe la barrera pilotando el avión, como si tal cosa. Ni una sola mención sobre el extenso periodo de pruebas que antecedió al vuelo definitivo, durante el cual Yeager se familiarizó con el aparato para evitar cualquier posible fallo. Sirva este detalle para definir meridianamente el guión de Kauffman, en el que los personajes están dibujados con brocha gorda (cuando no metidos con calzador como en el caso de Yeager) y los acontecimientos que protagonizan son narrados a salto de mata para conformar un panfleto fascistoide que ocasionalmente roza el insulto a la inteligencia. Como en las escenas en que hace acto de presencia el alemán Werner Von Braun, al que se representa poco menos que como un mono de feria que apenas chapurrea inglés de mala manera, tan lerdo que hasta los propios astronautas de la NASA le enmiendan la plana cada dos por tres a él y a su equipo. Hablamos del responsable en buena medida del éxito del programa espacial estadounidense, como diseñador de la gama de cohetes que culminaría en el Saturno V que llevó a los astronautas del Apolo hasta la Luna. Y sin un solo fallo de consideración. Vale que Braun había sido un poquito nazi tiempo atrás (fue el creador de las  V-2 que mataron a miles de personas en la II Guerra Mundial), pero eso no quita para dejar de considerarlo un genio.

«Un puto bosche no es quién para decirnos cómo actuar».

Si después de esto alguien quiere ver la película todavía, que sepa que su mayor atractivo reside en un reparto cuajado de futuras estrellas como Ed Harris, Scott Glenn o Dennis Quaid, aparte del novelista recientemente fallecido (y actor ocasional) Sam Seppard como Chuck Yeager, en un papel que le reportaría una nominación al Óscar como secundario pese a la sosería que transmite, en plan «piensa en el cheque». Más allá de ahí, poca cosa.

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