Uno de los últimos grandes clásicos del cine de aventuras y uno de los mayores éxitos de Steven Spielberg, que paradójicamente tiene su origen en uno de sus mayores fracasos: el de 1941, que tras estrenarse en 1979 había acabado virtualmente con su carrera.

Hasta ese momento, el director había salvado la cabeza gracias al buen resultado de Tiburón y Encuentros en la tercera fase, pero aquel desastre no hizo sino apuntillar la mala fama que arrastraba de hombre problemático y manirroto. Su teléfono dejó de sonar y cuando ya estaba pensando seriamente en marcharse a Europa para cumplir uno de sus anhelos de niño rodando una peli de la saga Bond (concretamente Solo para sus ojos), su amigo George Lucas acudió al rescate, le pidió que se lo pensase mejor y aceptase rodar su próxima película como productor, un proyecto que Spielberg ya conocía y que Lucas había pergeñado como homenaje a ciertos programas radiofónicos de los años treinta y cuarenta que escuchaba siendo niño.

El de Cincinnati aceptó ponerse tras la cámara, pero Lucas le impuso dos condiciones irrenunciables: ceñirse a rajatabla al plan de rodaje y no pasarse del presupuesto de ninguna manera, para lo cual le vigilaría con lupa. Sin una perspectiva mejor, Spielberg se tragó su orgullo y agachó la cabeza, dispuesto a cumplir con su trabajo de la manera más eficiente y a fe que lo consiguió, hasta el punto de que acabó la película varios días antes de lo previsto gastando menos dinero del calculado. Eso y el enorme éxito del resultado final sirvieron para rehabilitar su carrera y permitirle iniciar la década de los ochenta en una posición privilegiada; una oportunidad que esta vez no desaprovecharía.

Más allá de esto, cualquier palabra en relación a En busca del arca perdida sobra por obvia. Discutir si estamos ante la mejor entrega de lo que acabaría siendo una saga mítica ya es una cuestión de gusto personal (para mí lo es, aunque todo el mundo suele decantarse por La última cruzada por aquello de Sean Connery y tal). Que la película se convirtiese en un clasicazo obedece a muchos factores e indudablemente el buen tino de Speilberg como director (y el de George Lucas como productor) es uno de ellos. Pero tampoco debemos olvidar a un plantel de actores y colaboradores varios en la cima de sus respectivas carreras o lanzados directamente a ella, con Harrison Ford y Karen Allen destilando química y carisma a raudales, secundarios a la altura, el guion de Lawrence Kasdan o la fotografía de Douglas Slocombe; todo ello arropado por una de las partituras más legendarias de John Williams.

Mención especial merecen los técnicos de efectos especiales de Industrial Light & Magic, responsables por entero de la recordada secuencia final. En su guion, Kasdan solo había apuntado: “Se abre el arca y se desata el infierno”. Lucas dejó hacer a sus chicos lo que se les antojase y el resto, como suele decirse, es historia.

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