Bodriete hagiográfico centrado en la figura del primer hombre que voló al espacio y orbitó la Tierra. Entre el final de los años cincuenta y mediados de los sesenta, aquella superpotencia que fue la URSS alcanzó la cúspide de su poder y desarrollo llegando a plantar cara en más de un sentido a Estados Unidos, y eso después de haber sufrido una devastación absoluta tras la Segunda Guerra Mundial, donde perdió veinte millones de hombres en los campos de batalla.
Tras poner en órbita el primer satélite artificial en 1957 y el primer ser vivo poco después, el paso siguiente estaba cantado y así fue como el 12 de abril de 1961 el piloto de pruebas Yuri Gagarin se convertía en el primer astronauta de la historia. Estuvo dando vueltas al globo a bordo de su nave espacial durante 108 minutos, y tras aquella proeza ni que decir tiene que se convirtió en una celebridad mundial y en motivo de orgullo para su país, que le colmó de honores… y le prohibió volar de nuevo por temor a un accidente. Pese a que Gagarin era un hombre conocido por su templanza, la fama le acabó afectando dándose al alcohol y las infidelidades (en el transcurso de una de ellas se marcó para siempre la cara al tratar de huir saltando por una ventana), pero finalmente logró que le readmitieran como piloto aunque volando siempre acompañado. Paradojas del destino, en 1968 encontró la muerte al estrellarse su avión, en un siniestro cuyas causas nunca han sido aclaradas y sobre el que han circulado toda clase de rumores hasta hoy. Hubo quien dijo que estaba borracho, pero todo apunta a un despiste de su acompañante, que al parecer era el que pilotaba en ese momento.
Por supuesto nada de eso último se cuenta en Gagarin, que narra aquel épico viaje de 1961 alternándolo con flasbacks que ilustran la vida del héroe desde su infancia en un koljós hasta ser seleccionado para subirse a la nave Soyuz 1, pasando por su alistamiento como piloto y su duro y riguroso entrenamiento para convertirse en astronauta (cosmonauta en este caso). Todo muy pulcro y fetén, en lo que el director de la película definió como «un llamamiento a luchar por los sueños, por las convicciones que defendemos, por colocarnos retos en la vida y hacer un esfuerzo hasta el final por alcanzarlos». Nada que suene extraño en Occidente, donde continuamente se nos dice que si fracasas en la consecución de tus anhelos la culpa es exclusivamente tuya porque no te has empeñado al máximo en lograr el objetivo. Un mensaje cruel y despiadado, propio del neoliberalismo que campa a un lado y otro del antiguo Telón de Acero sin ninguna clase de atadura.
Financiada por el gobierno ruso a través de una productora llamada elocuentemente Kremlin Films, queda claro que Gagarin es una cinta de propaganda al estilo de las que se ruedan en China como 1911… o en el mismo Hollywood, donde el nacionalismo de bandera se troca por otro «de mercado» para ensalzar las virtudes de la libre empresa y sus directivos tal como hacía por ejemplo Jobs, una película atroz en forma y fondo. Comparada con ella, que Gagarin se encuentre por encima en ambos aspectos resulta muy definitorio, y eso que se encuentra a años luz (nunca mejor dicho en este caso) de ser una obra reseñable pese a ser técnicamente decente.