La película que situó en el mapa internacional del cine a Peter Weir pese a que inicialmente no tuvo éxito fuera de su Australia natal porque Paramount apenas se esforzó en publicitarla cuando la distribuyó. Con todo Gallipoli fue un premio merecido para el director, quien tuvo que sudar sangre hasta ver el proyecto, empeño personal suyo, convertido en realidad. Al principio pensó en rodarlo con un estilo documental semejante al de cintas como Tora! Tora! Tora!, pero el monto de las facturas era excesivo. Fue así como decidió cambiar el enfoque para darle un tono más intimista (y barato), narrando la clásica historia sobre jóvenes que traban amistad en el contexto de una guerra y pierden la inocencia por su culpa. Una guerra en la que se les anima a participar pero en la que no pintan nada salvo para servir como carne de cañón, algo de lo que sólo se dan cuenta cuando ya es demasiado tarde.
Pero incluso con ese cambio tan sustancial el proyecto seguía siendo caro, y solo se salvó gracias a la intervención del magnate de la prensa Rupert Murdoch, también australiano, que se interesó en financiarlo (por mediación del entonces famoso productor Roger Stigwood, con quien había formado una sociedad) porque su padre había estado en Gallipoli como corresponsal de guerra, y quiso recuperar la memoria de un enfrentamiento olvidado en el contexto de la Primera Guerra Mundial, que acabaría siendo el sexto con más bajas de todo el conflicto. El entonces Primer Lord del Almirantazgo británico Winston Churchill tuvo la idea de montar una campaña para arrebatar el estrecho de los Dardanelos al Imperio Otomano y en última instancia sacarlo de la guerra tomando Constantinopla. Sobre el papel la idea era brillante, pero su puesta en práctica resultó en un cúmulo de ineptitud e incompetencia que devino en una masacre para las tropas combinadas del Imperio Británico, Australia y Nueva Zelanda, y le costó el puesto a Churchill en lo que muchos interpretaron como el final de su carrera política.
Estrenado en 1981 Gallipoli fue el largometraje australiano más caro de la historia hasta ese momento. Aun así el dinero escaseaba, y Peter Weir y su equipo hubieron de esforzarse al máximo para ahorrar, rodando todo al sur de Australia (salvo un par de cosillas en El Cairo) y logrando incluso que la carencia de fondos jugase a su favor. Fue el caso de la banda sonora, para la que mayormente se utiliza una pieza de música clásica (el Adagio de Tomaso Albinoni) junto con dos segmentos de música electrónica procedentes del álbum Oxygène de Jean-Michel Jarre, disco englobado en un género entonces de moda pero ya viejo, cuyos derechos salían baratos. Esta última elección parece anacrónica porque la película se ambienta en 1915, pero queda muy bien en aquellas escenas donde se usa. El diseño de producción es magnífico y el reparto (encabezado por el debutante Mark Lee con el ya famoso Mel «Mad Max» Gibson cubriéndole las espaldas) está muy bien escogido y dirigido. Sólo cabe reprochar algunas caídas de ritmo durante el segundo acto, mientras los protagonistas se entrenan para la guerra.